Los niños del umbral
Michael Avalia
El aire olía a calabaza horneada y a hojas húmedas. Palo Alto parecía suspendida en una postal otoñal, con sus casas de dos plantas iluminadas por hileras de luces naranjas y telarañas de mentira. Las risas de los niños se esparcían por las aceras como un eco de otra época, inocente y confiado.
En el número 74 de Evergreen Street, la familia Dawson ultimaba los preparativos para la cena.
—¿Ya vienen? —preguntó Emily, la hija menor, apoyando la barbilla en el alféizar. Su disfraz de fantasma apenas cubría los calcetines rosas.
—Tranquila, cielo, no tardarán —respondió Claire, mientras colocaba los cubiertos. A su lado, Michael encendía la chimenea.
Era la primera vez en años que no saldrían a repartir caramelos. Michael había insistido:
—Mejor quedémonos en casa. Hay demasiado movimiento últimamente. Robos, gente extraña.
Claire sonrió sin discutir. Sabía que algo en él se volvía más cauteloso, una sombra de ansiedad que lo mantenía despierto hasta tarde, mirando por la ventana del salón.
A las siete en punto sonó el timbre. Un golpe seco, metálico, distinto del habitual ding-dong.
—Ya están aquí —dijo Emily, corriendo hacia la puerta con una bolsa de dulces.
Claire la detuvo.
—Espera, cariño. Déjame mirar primero.
Miró por la mirilla. En el porche había tres niños. Llevaban máscaras de plástico blanco, lisas, sin expresión, y ropas oscuras que parecían sacadas de un baúl. Uno sostenía una linterna; los otros dos, bolsas de papel manchadas de algo oscuro.
—Truco o trato —dijeron al unísono, sus voces huecas, desincronizadas, como si las hubieran ensayado demasiado.
Claire sintió un escalofrío.
—Son solo chicos —susurró para sí misma—. Es Halloween.
Abrió la puerta y extendió el cuenco.
—Aquí tienen. Caramelos y… —Se interrumpió. Uno de los niños levantó la cabeza hacia ella. A través de los agujeros redondos de la máscara brillaban unos ojos demasiado quietos. No pestañeaban.
—¿Van a dar más? —preguntó el del centro con una voz extrañamente adulta.
Michael se acercó detrás de ella.
—Eh, ya está bien, amigos. Sigan su ruta, ¿de acuerdo?
Los tres se quedaron inmóviles. La linterna seguía apuntando al suelo, pero el haz de luz temblaba, como si algo respirara detrás. Finalmente, se dieron media vuelta y caminaron calle abajo, sin decir nada.
Claire cerró la puerta con un clic más fuerte de lo necesario.
—¿Has visto sus ojos?
—Niños con máscaras, Claire. Nada más —intentó sonreír él, aunque su voz tembló—. Vamos, pongamos la mesa.
Durante la cena, el timbre volvió a sonar, esta vez con insistencia.
—No abras —dijo Michael, dejando el tenedor.
—Tal vez sean otros.
—No. Es el mismo golpe.
Desde la ventana se veía el porche vacío. Solo la calabaza tallada ardía con su sonrisa torcida. Pero algo había cambiado: los demás grupos de niños ya no pasaban. El murmullo festivo se estaba desvaneciendo, reemplazado por un silencio expectante.
Michael entreabrió la puerta. Nada. Solo el aire gélido y el eco de pasos que se alejaban, lentos, arrastrando algo contra el suelo.
—Se acabó la diversión —dijo, echando el pestillo.
Cuando subieron a acostar a Emily, la niña preguntó:
—Papá, ¿por qué esos niños no tenían padres?
—Porque algunos salen solos —respondió él.
—Pero ellos no se fueron. Los vi por la ventana. Están en la acera. Mirando la casa.
Michael fingió no oírla. Se quedó en el pasillo, escuchando. Afuera, el viento soplaba débilmente. O tal vez no lo era.
Esa noche soñó con golpes en el cristal y risas contenidas tras la ventana. Al despertar, la calabaza del porche seguía encendida, pero alguien había tallado una segunda sonrisa, más profunda, con dientes afilados.
El amanecer trajo un silencio turbio. Palo Alto parecía vacía. Claire observaba las huellas de barro sobre el porche: menudas, desordenadas, como las de un grupo de escolares jugando al escondite. Solo que aquellas no se dirigían hacia la calle, sino a la casa.
Michael bajó con el rostro demacrado por el insomnio.
—No hables de eso delante de Emily —dijo mientras servía café—. Habrá sido una travesura.
—¿Travesura? ¿Y la calabaza?
—Un vecino aburrido. Deja que lo olvide.
Desde el jardín, un cuervo graznó con violencia. Emily entró abrazando su muñeca.
—Mamá, el porche está sucio. Hay caramelos aplastados.
—Sí, cariño. Luego los limpiamos.
El día transcurrió con la lentitud de una pesadilla. Claire sentía que alguien la observaba. Cada vez que cruzaba el salón, el reflejo del ventanal le devolvía algo más que su propia silueta: una sombra menuda, inmóvil, justo fuera del marco.
A las cinco, la televisión irrumpió con un boletín urgente:
"Las autoridades locales advierten sobre incidentes durante la noche de Halloween. Varios domicilios reportaron ataques vandálicos por parte de menores aún no identificados".
Claire apagó el televisor.
Cuando Michael regresó, ya era de noche.
—¿Oíste las noticias? —preguntó ella.
—Sí. Pero no vamos a entrar en pánico.
—Deberíamos llamar a la policía.
—¿Y decirles qué? ¿Que unos niños tocaron el timbre?
Ella se acercó a la ventana. Bajo el farol, tres figuras permanecían inmóviles.
—Dios mío… están ahí otra vez.
—No les hagas caso —dijo él, corriendo las cortinas—. Si no ven reacción, se irán.
El tic-tac del reloj golpeaba la calma. Entonces, un estruendo desde la parte trasera:
—¡El patio! —gritó Claire.
Michael tomó la linterna. Afuera no había nadie; solo el columpio de Emily moviéndose lentamente… impulsado por algo invisible.
Cuando volvió, Claire sostenía el teléfono.
—Llamo a la policía.
—Espera. Escucha.
Risas contenidas. Pasos bajo el porche. Un sonido metálico arrastrándose sobre la madera.
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Editado: 08.10.2025