Los niños que nadie quería

1

 

El cielo apenas comenzaba a despertar. En el jardín de Aldridge House, la servidumbre contempló con solapada alegría cómo el carruaje de la familia doblaba en la esquina de Rose's Path y desaparecía tras la glicina del señor Jameson. La contenida algarabía era tal que, de haber podido expresarla, hubieran dado hurras y hasta bailado de felicidad: ¡los amos estarían ausentes durante las siguientes dos semanas! Mas tenían dos razones que les impedía festejar: por un lado, la menor de las hijas, Amelia, había decidido quedarse a pasar la navidad en casa y, si bien la joven solía ser bondadosa y comprensiva con ellos, estaban seguros de que no consentiría una fiesta que celebrara la partida de sus padres. Por otro lado, la casa aún conservaba el luto por los recientes fallecimientos de algunos miembros del personal. Así pues, entraron con los labios apretados y los ojos brillantes, disfrutando por anticipado de los tranquilos días que tenían por delante, aunque no por ello serían menos trabajosos; todo debía mantenerse tan limpio como era costumbre: la plata debía lustrarse; los mármoles, pulirse; y las telas, almidonarse. Se sentían, además, ilusionados por los preparativos navideños: tenían previsto adornar un hermoso abeto con galletas de jengibre, velas y estrellas de cartón que envolverían con papeles brillantes; prepararían una apetitosa cena y por supuesto, cada uno tendría su regalo. Las más entusiastas eran las criadas jóvenes: Molly, Silvie y Emily, quienes, en sus ratos libres cortaban papeles de diario y los trenzaban en interminables guirnaldas de diferentes motivos. La fregona, Jennifer, no mucho mayor que ellas, solía impregnar las horas de descanso con sus locas ideas, haciéndolas reír hasta que les dolía la panza; todo ello, por supuesto, hecho con gran disimulo puesto que, como se dijo, aún se guardaban los protocolos del luto. 
Así pues, se disponían a retomar las tareas cuando alguien llamó a la puerta de servicio. La cocinera, que comenzaba a sacar las cacerolas del aparador, fue quien abrió. 

 —Buenos días, señora —la saludó desde el pórtico un niño que tendría, según cálculos de la señora Boyle, unos seis o siete años. Rodaba una bonita gorra entre los dedos. 

—¡Buenos días! —respondió ella—. ¿Qué vendes? 

—¿Yo?, nada. Quisera hablar con la señorita Emily, por favor. 

Los ojos de la señora Boyle destellaron divertidos, a la vez que asombrados. 

—¿Y quién la busca, si puedo saber? 

—Soy Fox, amigo del ispector Scub. —El niño sonrió dejando al descubierto una dentadura negruzca y despareja. 

—¡Oh! ¡Pasa, pasa! —indicó la mujer haciéndose a un lado—. Soy la señora Boyle. ¡Molly, llama a Emily! —gritó hacia la trascocina; luego le preguntó—: ¿Quieres un bocadillo mientras esperas?  

—¡Claro! —Los ojos del pequeño brillaron de alegría. Nunca había estado en una cocina tan grande. Una fuerte mesa de madera flanqueada por dos largos bancos se situaba en el centro; sobre ella, varios potes de conservas le hicieron agua la boca: miel, mermelada de grosellas, dulce de frambuesas... En los estantes se podían distinguir todo tipo de cacharros de latón lustrado. 

La mujer lo invitó a sentarse. Fox se quitó el abrigo y la bufanda que le rodeaba el cuello y los apoyó a un lado, junto a la gorra, luego alisó hacia un costado los mechones rubios que le caían sobre la frente. El olor de las verduras cociéndose hizo que la lengua se le deslizara instintivamente sobre los labios, mientras que se admiraba de la buena suerte de la niña ésa, amiga del inspector, la tal Emily nosécuántos, de vivir en una casa tan bonita en la que se cocinaba tanto y tan rico.  

Aunque no renegaba de su propia suerte. Había conocido al inspector en la estación del tren y éste le había rentado un cuarto en la taberna del Sapo Karli donde podía dormir calentito en una cama de verdad y le daban dos comidas al día. Además, Lilly, la esposa del Sapo, era una mujer muy cariñosa, tanto que, a veces, tenía que hacerse el tonto y pasar corriendo por su lado para que no le llenara los cachetes del carmín que usaba en los labios.  

No podía quejarse, la vida lo estaba tratando muy bien últimamente. 

La señora Boyle colocó delante suyo un tazón de leche con miel y dos enormes rebanadas de pan untadas con mantequilla caliente. Fox tuvo ganas de hacer cabriolas en el aire, pero su sentido práctico le indicó que no era momento ni lugar, así que se limitó a sonreír con gratitud. 

Llevaba engullido la mitad de su convite cuando, por la puerta, apareció la niña más hermosa que jamás haya visto. Por poco se atragantó. 

—Hola —saludó ella—. Soy Emily. ¿Tú me buscabas? 

Bebió un gran sorbo de leche para que el último bocado pasara más rápido y limpió su boca con la manga de la chaqueta. 

—Sí, soy Fox. —La jovencita lo miró con curiosidad, esperando que se explicara. El niño se dio cuenta entonces, de que ella no tenía la menor idea de quién era. Evidentemente, el inspector, que se deshacía en elogios cada vez que la mencionaba, no le había hablado de él—. Soy amigo del ispector Scub —declaró decepcionado. 

—¿Le ha sucedido algo? —preguntó ella, algo alarmada. 

—No... bueno, no lo creo. Intento locazi... lozali... —refunfuñó con las mejillas rojas—. Encontarlo. 

La señora Boyle, que cortaba verduras cerca de ellos, se mantenía atenta a la conversación. Emily se sentó junto a él. 

—¿Por qué lo buscas? ¿Qué te ha ocurrido? 

—A mí nada. —El chico apartó el tazón y cogió el último trozo de pan—. Es mi amigo Dick, que ha desparecido, no puedo hallarlo por ninguna parte. He preguntado por todos lados y nadie lo ha visto. Y Ralphie me ha dicho que tampoco encuentra a Billy. —La cocinera y la criada intercambiaron miradas de desconcierto. Emily cortó otra rebanada de pan, lo untó con miel y lo apoyó cuidadosamente en el plato—. Sé que el Scub los encontrará si se lo pido —continuó Fox, apurándose a terminar su bocado para coger el otro—, pero no sé dónde está... y no puedo esperarlo. ¿Tú sabes dónde está? 




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