Era una mañana nublada, como si el cielo pintara la mejor metáfora de su vida. La desdicha había llevado a Javier hasta aquel peligroso barrio. Como buen cristiano, no quería buscar culpables. Sus rutinas se perdían entre la marginalidad de las calles. La inseguridad lo empapaba todo: el camino hacia el trabajo, las miradas entre los residentes de diferentes orígenes, las noches en vela pensando qué había fallado...
Ese día acompañaba a su hijo al colegio. Al doblar la esquina ya se veía el centro educativo, un crisol de diferentes etnias donde gobernaba el desorden. El niño iba de la mano, sonriente, ajeno al sinfín de problemas que tendría en el futuro. Los dos se miraron antes del adiós. El beso de despedida relanzó al pequeño hacia una carrera traviesa, fruto del nerviosismo que provoca cualquier cosa a esas edades. El destino se encargó de lo demás: un tropiezo en la entrada principal hizo caer al chiquillo. Rápidamente otro niño árabe fue a socorrerle, levantando al infante desparramado con sus frágiles extremidades. Los padres de ambos escrutaron la escena, inmóviles, saltando por los aires el pesado lastre que les acompañaba.