"Créeme cuando te digo que viajar en el tiempo no es complicado, a veces sólo necesitas un reloj."
Aquella noche dicembrina me quedé junto al abuelo hasta altas horas de la madrugada; en el interior del taller se arremolinaba una ola de aire cálido que le daba un toque acogedor al rústico lugar, el polvo se acumulaba en las paredes y el olor de la madera mezclado con el de la pintura fresca que se colaba por mis fosas nasales relajaba mis músculos y me llenaba los pulmones con felicidad. Ser el único testigo del brillo en los ojos envejecidos del hombre, del sonrojo extendiéndose por sus mejillas infladas, de la vorágine de emociones que guardaba esa sonrisa blanquecina, significaba el más majestuoso premio para mí. Un galardón de oro, una joya divina, un recuerdo tallado en esmeraldas.
Lo recuerdo inclinado sobre la mesa repleta de tornillos y prototipos de alguna máquina, manipulando la lámpara para aprovechar la luz al máximo, sumido en el montón de hojas amarillentas y deslizando sobre las mismas un lápiz de carbón con maestría. De vez en cuando levantaba la vista para mirarme, entonces una risita satisfecha se le escapaba al tiempo que acomodaba sus anteojos, pasaba los dedos por su cabello canoso y continuaba con el análisis, como si yo fuese uno más de sus inventos exitosos. Nunca había visto una persona tan ansiosa, ni oído un canto de victoria tan jubiloso.
También recuerdo que se acercó cojeando hasta donde yo me encontraba parado, revolvió mis cabellos dorados con adoración y me levantó por los aires sin siquiera esforzarse, pues por ese tiempo era sólo un niño blandengue y diminuto. Reí con él al momento que mis pies tocaron la superficie de la mesa y ensuciaron algunas notas, lo envolví con mis brazos cuando él me apretó en los suyos, de igual modo sequé las lágrimas que corrieron de repente por su rostro arrugado.
Mi corazón dolió.
La nostalgia había decidido atacarme también.
—¿Estás bien, abuelo?— pregunté en un susurro.
—Ahora sí.— respondió él, casi en un sollozo.
Las horas siguientes las pasé rodeado de pinceles y artefactos a medio acabar, el abuelo parloteaba cosas que no comprendía, mientras yo curioseaba los dibujos extraños y las estatuas de arcilla que hallaba por ahí. Se asemejaban a guerreros y entre los bocetos creí ver las formas de un sinnúmero de criaturas fantásticas. Mi mente voló, creando mil y una historias que explicaban las razones por las que todo eso estaba allí, una más descabellada que la anterior. Imaginé que se trataba de un ejército petrificado y posteriormente convertido en roca por una malvada emperatriz, quien había decidido castigarlos al no ser lo suficientemente valientes para enfrentar al enemigo. Asimismo, se me cruzó por la cabeza la idea de que al fin y al cabo sí eran estatuas comunes, pero que entre los dibujos del abuelo encontraría una especie sobrenatural capaz de traerlos a la vida, con el fin de proteger a la humanidad de alguna raza alienígena que amenazaba con extinguirla usando un virus letal.
En esas andaba, viajando de un lado a otro sin siquiera moverme, poniendo a trabajar esa maquinita en mi cabeza que bien podía ser en un instante un cohete y al otro una nave futurista habitada por los sobrevivientes del apocalipsis, cuando algo para nada inusual apareció ante mis ojos inexpertos e infantiles.
Rápidamente miré al hombre en busca de una explicación, sin embargo no obtuve nada más allá que una ceja elevada y unas palmaditas en el hombro.
—¿Qué ves?— cuestionó.
—Un reloj.— dije sin más, desviando la atención de nuevo a las estatuas.
El abuelo bufó, negando repetidas veces con la cabeza.
—¿Un reloj?, ¿No crees que pueda ser algo más?.
Volví a observarlo detalladamente, buscando la más mínima anomalía en el aparato, cualquier cosa que me indicara que no era lo que aparentaba ser. Pero...
—No, es un reloj.
Él acarició su frondosa barba, pensando en quién sabe qué. Luego agregó:
—¿Por qué no lo intentas otra vez?.
—No lo creo, es un reloj. Un reloj aburrido. No es interesante.
—¿Crees que no es interesante?— expresó con los ojos muy abiertos, a lo que asentí—, ¿Y si te dijera que este objeto es por mucho más interesante que esa estatua?.
Mi entrecejo se arrugó, no entendía cómo podría ser aquello posible.
—¿Nunca antes habías visto un reloj, abuelo?.
El anciano soltó una carcajada ante mi pregunta, para después responder:
—¡Te aseguro que he visto muchos relojes! Pero este no es un reloj.
Por un momento pensé que el abuelo estaba loco, yo veía un reloj ¿Por qué no él?, ¿Qué veía entonces?.
Decidí tomar el artefacto con ambas manos, me sorprendió lo ligero que era. Analicé cada ranura, me concentré en cómo avanzaba el segundero, conté los números, acaricié el minutero. Fue justo ahí que lo noté, lo comprendí todo y logré ver lo que quería ver.
El corazón latió enérgico en mi pecho, las rodillas me temblaron y sentí la alegría asaltando mi estómago. Tenía entre mis dedos un tesoro valioso, uno que cualquier pirata bribón o rey tirano querría robar.
—¡Es una máquina del tiempo!— grité emocionado.
El rostro del abuelo se iluminó con orgullo. Pronto estuvo arrodillado frente a mí, con los ojos llenos de lágrimas otra vez.
—Así es— aseguró en un hilo de voz, revolviendo mi cabello por segunda vez en la noche y ofreciéndome el aparato con manos temblorosas—. Ahora es momento de volver.
Como si de una señal se tratase, la puerta del taller se abrió de par en par, dejando a la vista una figura femenina, alta y de una palidez alarmante. Admito que el gesto de pánico tallado en sus facciones me provocó una sensación de miedo terrible y unos escalofríos que recorrieron en menos de un segundo toda mi espina dorsal. La chica entró vacilante, con el rostro mugriento e hinchado; parecía haber estado llorando sin parar, incluso noté cómo aún le costaba respirar tranquilamente.