Los Ojos de los Árboles

Capítulo 1. Los que miran y no hablan

Consciente de que las historias se forman de recuerdos que luego se decantan en vivencias que no tienen muchas bases en la realidad, apelaré a la memoria de tantas personas asistieron al viaje por aquel bosque antiguo. Todos ellos no tenían una razón más allá de disfrutar un poco de aire libre y la compañía que en casa no podían tener: las chicas alcoholizadas, amigos, la fiereza del campo abierto con todos sus misterios encarnados en las sombras que alejaba la fogata al centro del campamento. No éramos más que un montón de chicos buscando un poco de diversión, algo de adrenalina,  emoción e independencia. Pero fuimos llevados como ovejas directo a la boca del lobo. 

El cielo nocturno me recordaba la tela negra que mi madre ponía sobre la casa de campaña improvisada en mi cuarto; llena de agujeros por donde se filtraba una luz blanca artificial. Y pasaba horas tratando de encontrar uniones entre ellos, tal como ahora que buscaba las constelaciones clásicas o nuevas, qué más da, la sensación de pequeñez era infinita ante los altísimos árboles que como los soportes improvisados de la tienda infantil, sostenían aquella magnificencia. Una chica ebria interrumpió mi sesión con la naturaleza. Se tambaleaba, idiota, como un pino de boliche apenas tocado por la bola. Dejó caer un chorro de cerveza sobre mi hombro. Se disculpó con torpeza y se encaminó, con urgencia, hacia los árboles donde la vi agacharse y bajarse los pantalones. No pude dejar de verla y supongo que los árboles tampoco ya que la tontuela tocaba el suelo con la manos, mojándose los dedos con sus orines. Solté un bufido. Alguna clase de deber moral me obligaba a cuidarle las espaldas, aunque fuera a la distancia. Espero esto conteste la pregunta usual que se hacen los hombres: ¿por qué las mujeres van de dos en dos al baño? 

 

El árbol tras del que ella se ocultó apenas tapaba su espalda pero la oscuridad de lo profundo la cubría de mirones que no la hubieran visto llegar. Era un álamo blanco, muy abundante en esa zona, el que ostentaba unas curiosas marcas por todo el tronco con formas oculares, de todos tamaños, diseñados por la propia naturaleza y tatuados por el tiempo. Todos los árboles circundantes los tenían. Los analicé con detenimiento: resultaban tétricos caprichos, tal vez de un dios antiguo que diseñó semejantes parecidos con el órgano de la visión, muy humano, para tal vez vigilar, tal vez para amedrentar.  

 

Al momento en que mi mirada regresó, consternada por mis hipótesis sacadas de la manga, la chica había dejado su excusado improvisado. Seguro había regresado con sus amigos para seguir bebiendo. Me encogí de hombros y volví mis pensamientos a los ojos que nos observaban, silenciosos e inmóviles desde las innumerables cortezas de álamos blancos. No pasó mucho tiempo cuando desalojé mi lugar de contemplación y me refugié en la casa de campaña, encerrándome con un pequeño candado. No fuera a ser que algún borrachín decidiera hacerme compañía. 

 

Un cuchicheo continuo, acompañado de veloces pasos yendo y viniendo por fuera de la casa me hizo despertar. Malhumorada, noté que había apenas clareado y ya la gente andaba por aquí y por allá parloteando bajo, con una que otra risa o gritito que mutilaba el silencio salvaje. Abrí un poco el cierre y asomé la cabeza, cauta ante el frío de la madrugada.  

—Marce, ¿has visto a Lucía? 

— ¿Lucía?, no la ubico. 

—Chaparrita, cabello oscuro y chino. Anoche lo llevaba en una cola alta. Traía una blusa rosa. 

El  “hmmm” que había estado entonando desde lo profundo de mi garganta se convirtió en un ¡Ah!, casi estruendoso.  

—Anoche la vi orinando tras un árbol. 

— ¿Estaba alguien con ella? —contestó Selene con alivio, disculpando el nerviosismo que evocaba mediante la ansiosa manipulación de su pañoleta Verdi amarilla. —En una hora debemos comenzar a levantar el campamento para continuar la marcha y Lucy no aparece, estoy preocupada de que se haya ido por el bosque sola.  

Recordaba los árboles con ojos pero no a alguien con la chica en cuestión. Respondí en negatividad. 

—Si la vez, ¿puedes decirle que estamos buscándola en “lideresas”? Debemos organizar algunas cosas antes de partir. 

Asentí meneando la cabeza y me oculté de nuevo al resguardo de la casa de lona y varillas flexibles.  

Todo el rato mientras me deshacía de las ropas de noche, mi mente no alejaba la idea de los ojos dibujados en los álamos blancos. La fogata de mi imaginación parecía más brillante que la real y podía observarlo tal como si de un video pausado se tratase. Sin embargo, no recordé el viaje de regreso de Lucy al campamento. Alojé la idea de que tal vez los troncos atiborrados de esas curiosas marcas me habían hipnotizado, a mí, la única testigo, para secuestrarla. Solté un bufido salivoso y sonreí. “Qué idioteces dices”. Terminé de abrochar mis zapatos de senderismo y desalojé la carpa. 

El aire helado de la serranía golpeó mi rostro y me hizo lagrimar. Una densa capa de neblina se tragaba los alrededores del campamento. La humedad había dejado perlas de agua que rodaban formando hileras húmedas en el plástico de la lona, recordando las lágrimas de una de las chicas que lloraba mientras rebuscaba entre las tiendas de campaña, en compañía de sus amigas. Temían avisar a la Alfa de las chicas, sabía que, con seguridad, su amiga jugaba una broma cruel, de esas que acostumbraba gastarse. Lucía era una chica juguetona e independiente, gustaba de practicar “gachadas” a sus amigas, extraviando sus cosas o haciéndoles pasar ratos vergonzosos sólo por verles la cara de desesperación desde su escondite. 

No le tomé mayor importancia y me dispuse a desclavar las estacas de la carpa tras llevar fuera mis pertenencias ya en la mochila. Una trompeta azotó los oídos del madrugado bosque y los nuestros también, causando un estremecimiento general. Alzamos todos los ojos al peñasco enmohecido que sobresalía de la tierra desde donde un chico vestido de color kaki con una trompeta dorada, opacada por la luz lánguida del amanecer. A su lado, una mujer joven de cabello castaño trenzado que sobresalía de la gorra y colgaba, cuan larga era, sobre su espalda. Llevaba en la mano una tabla donde, con voz imperante, iba nombrando uno a uno a los asistentes al campamento, por grupos, según su jerarquía en la asociación. Los más jóvenes o de primer ingreso en primera instancia, los veteranos al último. Uno a uno alzaba la mano cruzando el dedo pulgar sobre la palma de la mano hasta unirlo al dedo meñique doblado sobre sí mismo, irguiendo los tres dedos restantes. 



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En el texto hay: muerte, muerte asesinato, entes paranormales

Editado: 14.07.2020

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