Me eché a correr.
No había más. No sabía qué demonios sucedía o qué cosa era aquella que pude ver de reojo, con su dentadura lupina descarnada. Correr, como hacen las presas asustadas buscando postergar unos segundos más su vida, sin la certeza de que realmente sobrevivan a la desgracia de perder la vida. Algo silbó y mi cuerpo se llenó de adrenalina. Un golpe seco en el suelo. ¡Ay no, ay no! Pensaba con vehemencia, mi cerebro elucubraba una cantidad infinita de escenarios sobre aquel leve zumbido. Recuerdo girar mi rostro buscando el lugar donde acabó el sonido, por pura inercia. Me estrellé sin más contra alguien. Me caí de nalgas en el suelo mojado. Me giré para levantarme y correr en dirección contraria, pero al alzar la mirada hacia aquello con lo que me había estrellado encontré a la criatura, grande, maligna… familiar.
—¿Elías?
Mi corazón hablaba de apartarme de ahí cuanto antes, me lo decía a gritos con cada golpe de sangre en los oídos y mi cabeza a punto de reventar. Él se agachó dedicándome aquella sonrisa burlona que me pareció grotesca. Yo temblaba esperando sus palabras, teniendo fe en que no fuera él quien hizo zumbar la flecha tan cerca de mí. No, por favor… no.
—La niñita corriendo entre la neblina como un ciervo divirtiendo al lince —dijo poniéndose en cuclillas frente a mí. El arco colgaba de su mano derecha. Alzó el arma y se la puso sobre la cabeza, emulando los cuernos de un venado.
—El windigo viene por ti —y soltó una risotada que me hizo estremecer. Y entonces vi su rostro descarnarse por sí solo, entre la risa maquiavélica los trozos de piel caían al suelo, dejando a la vista el blanco hueso, la roja sangre y los ojos desorbitados, en un retrato abominable. Grité, grité tan fuerte que mi garganta se desgarró y sentí como me quedaba sin aliento. Los ojos de los árboles me observaban con sus lágrimas rojas escurriéndoles, me rodeaban. Y una voz que provenía de todos lados y de ninguna parte al mismo tiempo insistía:
—¡Despierta!
Una mano me sujetó la boca y no pude respirar más.
Fue cuando entre manotazos abrí los ojos, al borde del shock. Sendas gotas de sudor se me resbalaban por el cuello y sentía la punzada horrible de mi brazo quebrado una vez la adrenalina fue bajando poco a poco. El cielo despejado de una noche de luna menguante me recibió y el rostro de mis compañeros rodeándome. Encontré a Elías sacudiéndome en busca de hacerme reaccionar. Me alejé de él arrastrándome, gimiendo, para luego detenerme y caer en la cuenta de lo que sucedía.
—¡Shhh!, por favor Marce guarda silencio –chilló Gibrán.
—¡Shh!, sí, cállate ya, Marcela –escuché decir a Elías con su ya acostumbrada voz burlona—, fue solo un sueño, mocosa ridícula.
Hice un mohín mientras la sangre se me subía a la cara y un bochorno me llenaba la cabeza de la más pura vergüenza.
El tipo salió de mi vista, regresando al otro lado de la fogata improvisada. Sólo Gibrán se quedó conmigo, esperando a que reaccionara.
—Fue un mal sueño, Marce. Tranquila –su voz era completamente apacible. Me sorbí los mocos como una niña pequeña y lo abracé, llorando en silencio sobre su hombro. Él me correspondió el abrazo sin dejar de tranquilizarme con sus palabras. Me ofreció agua de su cantimplora y un trozo de chocolate que, según explicó, siempre acostumbraba cargar cuando había excursiones.
—No deberíamos esperar hasta el amanecer para irnos —escuché decir a Elías—, debemos llegar cuanto antes al poblado. No tenemos comida y no hay mucho qué cazar o recolectar.
Ciertamente Elías tenía razón. Sólo quedaba media barra del chocolate aguado medio derretido de Gibrán y no sería suficiente para los tres. Elías no había probado bocado tampoco pero no parecía que le afectara.
—No puedo adentrarme en el bosque por la neblina y al río no he visto bajar animales para cazar.
Sin decir mucho, levantamos nuestro escueto campamento para proseguir la marcha. Siempre sobre el río o a sus orillas, prestos a estar cerca del agua en todo momento. Había entablado una amistad con Gibrán, quien me platicaba cuanto sabía sobre leyendas, mitología y datos interesantes de la región:
—Este bosque es uno muy especial –dijo mientras caminábamos, en voz muy baja, casi susurrando—, hace muchos años, los indígenas que aquí habitaban cuidaban de él tal como el mismo bosque les protegía. Era, como siempre, una forma de adaptación de los humanos a su entorno. Aquí vivió una tribu antigua cuyo nombre no recuerdo en este momento, pero recuérdame de decírtelo luego. Ellos adoraban a sus dioses animales y plantas pero temían a un espíritu muy distinto a otros. El windigo, como lo llamaban, no era otra cosa que un demonio que poseía a las personas de la tribu cuando salían a cazar. El espíritu demoníaco se apoderaba de ellos, volviéndoles locos para luego volver al pueblo, desesperados, suplicando se les diera muerte o acabarían asesinando y canibalizando a otros miembros de la tribu. Eran pocos los que sobrevivían a esta posesión y quienes narraron haberle visto con su horrible rostro descarnado y sus grandes cuernos de ciervo que incitaban a la locura —se detuvo y miró a todos lados precautoriamente—, algunos dicen que ese pueblo fue masacrado y solo unos cuantos lograron huir, los cuales vagaron como nómadas hasta encontrar un lugar lejano donde poder asentarse.
—Parece que la historia se repite… —dije arrastrando las palabras. Me dieron escalofríos, sobre todo porque mi mente ya estaba muy perturbada.
—Hay quienes dicen que sus ojos están dibujados en los álamos blancos y con ellos puede ver todo el bosque sin necesidad de estar presente —continuó el muchacho, señalando los árboles al borde inclinado del bosque cuyas marcas de ojos eran evidentes.
—¡Madre mía! –exclamé por lo bajo—, te juro que no puedo más con esto –chillé con una mueca de completa pérdida de esperanza—, mal puse un pie en este lugar supe que algo andaba mal con esos malditos árboles.