Por siglos se ha hablado de la alquimia, eso es la capacidad de transmutar la materia en brillante oro. Hasta la fecha no ha pasado de tradiciones orales con tintes fantasiosos, cuentos más de magia que de ciencia. Pero la falta de evidencias no impide encontrar en el ser humano el talento de transformar la más importante de las expresiones terrenales, esto es la realidad, a través de la percepción, o también se podría decir, a través de los ojos del alma.
Si hablamos en términos estrictamente filosóficos, la percepción es la manera como el ser humano recibe los estímulos físicos y los interpreta. Esta definición está lejos de englobar el entramado de ideas, emociones y experiencias que terminan por moldear el acto mismo de percibir. Si esto no resulta creíble solamente hay que revisar la manera como un mismo evento es percibido por personas distintas: los fracasos, los éxitos, cualquier situación personal puede resultar una experiencia totalmente distinta hasta para dos miembros de la misma familia.
Aunque nos han dicho que los sentidos nos entregan hechos tangibles, y existen campos como el científico que se pueden apoyar en evidencia irrefutable, en el rubro de las experiencias personales la percepción juega un papel muy distinto: es el narrador que conoce la historia, que modula la voz y agrega pies de página, y que aunque no conoce el fin de la historia conoce suficiente sobre el protagonista como para ambientar la historia en un frío paisaje de neblina, o en un brillante paisaje de mañana. ¿No sería entonces sabio hacer del narrador que percibe un buen amigo? Así como es necesario mantener sanos los ojos del cuerpo, a veces hay que revisar qué es lo que obstruye a los del alma.
El primer paso es comprender que la percepción difiere de ser un acto natural que no puede ser controlado. A fuerza de costumbre volvemos a la percepción un acto tan rutinario, que comenzamos a creer que la manera como traducimos las experiencias es la realidad, que se nos presenta pura e inmaculada, cuando muchas veces lo que percibimos son más bien hechos salpicados de nociones personales y obstáculos imaginarios, quimeras construidas por nuestras propias manos en un esfuerzo por amoldar al mundo a nuestras ideas.
El segundo paso es reflexionar sobre la manera como opera nuestra percepción: ¿existe algún patrón negativo en la forma como percibimos las experiencias? ¿son nuestras traducciones de un evento personal fiables, o más bien extrapoladas por intervenciones de terceros? ¿participamos de manera positiva en la creación de percepciones sanas, o nosotros mismos destruimos cualquier intento de esperanza?
Para aquellos que creen en ella la alquimia promete la capacidad de modificar la materia y convertirla en oro, volviendo a quien posee conocimiento de ella un creador de riqueza; no sabemos si algún día esta promesa pueda concretarse, pero la naturaleza le ha otorgado al hombre la capacidad de transmutar, quizá no la materia física pero sí la materia de experiencias: el dolor puede volverse empatía, el fracaso puede volverse oportunidad, el miedo puede explotarse hasta volverse valentía. Esta es la alquimia de la vida: los ojos del alma pueden volver riquezas hasta los días más tristes, si la sabiduría se cuenta como monedas.
En cada persona cabe la posibilidad de interpretar su vida, con amabilidad o rudeza, según el uso que le dé a su percepción; porque más allá del reconocimiento público el paisaje más nítido del valor que le hemos dado a nuestra vida no aparece a través de los ojos físicos, sino a través de los ojos del alma.