El pasillo estaba vacío.
Solo la luz tenue que se filtraba a través de las cortinas rotas iluminaba las paredes gastadas, cubiertas de manchas y huellas que parecían contar historias que nadie quería escuchar.
El colegio St. Eligius nunca había sido cálido. Pero hoy, algo en el aire estaba aún más frío. Había un peso palpable en cada rincón, como si las paredes estuvieran presionando sobre ellos, queriendo aplastarlos. Como si la oscuridad estuviera viva, esperando a devorarlos.
Adrián caminaba al frente, con Elías a su lado. Ambos en silencio, pero con un silencio denso, tenso, que parecía hacer retumbar sus pasos en cada esquina. Había algo en el aire. Un susurro que no podían escuchar, pero que sentían bajo la piel. Como un miedo latente, como una llamada que no dejaba de resonar en sus mentes.
-¿Lo has sentido? -preguntó Elías, su voz tan baja que apenas podía escucharse por encima de sus propios pensamientos.
Adrián asintió, sin mirar a su hermano, sus ojos fijos en la puerta cerrada de la aula 4B.
-Sí. Algo... no está bien.
La puerta estaba cerrada, como siempre. Pero esta vez, algo era diferente. La puerta no era solo una barrera física. Ahora, parecía una pared invisible que los separaba del abismo. Una barrera que los estaba llamando, que los estaba desafiante.
El tiempo había dejado de ser una constante en ese lugar, como si el pasado y el futuro se hubieran desdibujado en un solo instante, en un solo momento de tensión insostenible.
Rafael ya no estaba con ellos.
La ausencia de su amigo los aplastaba. El aire parecía mucho más espeso sin él, más vacío.
-Tenemos que encontrarlo. -Elías no lo dijo como una orden, sino como una necesidad, como una verdad inquebrantable.
Adrián se detuvo frente a la puerta. No había más palabras entre ellos. Solo el sonido del tic-tac lejano del reloj del pasillo que se sentía más fuerte de lo normal. Más prolongado.
Rafael había desaparecido en la oscuridad. Rafael, el único que siempre mantenía la calma, el que parecía entenderlo todo, el que los mantenía juntos. ¿Por qué lo habían separado? ¿Qué había pasado en el instante en que ese ser oscuro se los había llevado?
Adrián levantó la mano para tocar la puerta, pero antes de que lo hiciera, algo lo detuvo. Una sensación fría, profunda, como si el aire hubiera dejado de moverse. La puerta, que antes parecía ser una barrera sólida, ahora vibraba con una extraña energía que no podían identificar. El frío los envolvía.
El eco de una risa.
La risa no era humana. Era el eco de algo que pertenecía a las sombras. Algo primitivo, algo que nunca debería haber existido. Como si la risa misma estuviera arrastrada por la neblina que se había apoderado del colegio.
- ¡Rafael!- Adrián gritó, sin darse cuenta de que su voz se había alzado. Pero no hubo respuesta.
Elías lo miró, su rostro pálido, más pálido que nunca. Los ojos de Elías estaban más vacíos que de costumbre, como si estuviera viendo más allá de lo que los ojos podían percibir. Como si estuviera observando algo que los demás no podían ver.
-Adrián, no podemos quedarnos aquí.
Las palabras de Elías no tenían prisa. Sonaban con esa calma inquietante, esa calma que precede a la tormenta. Sabía que algo los acechaba, pero ¿qué?
El eco de la risa volvió. No era solo un eco. Era una presencia. Algo que sabía lo que pensaban. Algo que los había estado observando. Algo que había estado allí todo el tiempo, esperando el momento justo para manifestarse.
-¡Rafael! -gritó nuevamente Adrián, pero las palabras se desvanecieron en el aire como si nunca hubieran sido pronunciadas.
En ese instante, la puerta se abrió sola. La luz del pasillo cayó sobre el aula vacía. Nada parecía moverse. Todo estaba igual que siempre, pero la atmósfera había cambiado.
Las sombras en el interior de la habitación se estiraban, como si algo las estuviera arrastrando, como si fueran tentáculos que rodeaban cada rincón. Elías dio un paso adelante, pero Adrián lo detuvo con un gesto.
-Espera.
Adrián sintió un peso en el pecho. Una presión. Algo que los mantenía atrapados. La luz de la lámpara parpadeó y, por un instante, las sombras de los muebles y las paredes comenzaron a danzar a su alrededor.
Como si cada rincón del aula estuviera respirando, esperando algo. El sonido de un grito lejano hizo que Adrián se tensara. El grito venía de dentro. De la oscuridad.
Era Rafael.
-¡Rafael! -gritó Adrián, sin pensarlo.
Pero no hubo respuesta. El grito desapareció, tragado por la neblina. La oscuridad se cerró sobre ellos con una violencia sutil, casi imperceptible, pero inevitable.
Elías estaba parado cerca del umbral de la puerta, con la mirada perdida, como si estuviera viendo algo en las sombras que él solo podía ver. Su respiración era errática, como si algo lo estuviera consumiendo lentamente.
-¿Qué estás viendo, Elías? -preguntó Adrián, pero su hermano no respondió. Solo susurraba algo, palabras que se desvanecían en el aire como ecos.
-El espectro... -murmuró Elías, y su voz no era suya. Era la voz de alguien más.
-¡Rafael! -gritó nuevamente Adrián, esta vez con más fuerza.
Nada. Solo un susurro del viento.
La oscuridad dentro del aula parecía volverse más espesa, como una niebla que se deslizaba bajo la puerta. Y en ese momento, Adrián lo sintió. La presión. La presencia.
Algo estaba observándolos. Alguien estaba esperando que cruzaran el umbral. Esperando que se adentraran en lo desconocido.
-Elías... -susurró Adrián.
Pero su hermano no lo escuchó. Sus ojos seguían perdidos en la oscuridad, como si estuviera viendo algo que nunca se iría. De repente, Elías entró en la habitación. Sin hablar, sin mirarlo. Solo caminó hacia la oscuridad.
Adrián lo siguió, temblando de miedo. El aire dentro del aula era más denso ahora. Más opresivo.
-No lo hagas, Elías -gritó Adrián, pero no obtuvo respuesta. No hubo vuelta atrás.