Los Once Silencios

La Desesperación de los Silencios

La puerta se cerró con un susurro sordo. Un crujido de madera vieja, como si la misma estructura del colegio se estuviera quejando ante el hecho de que algo había cambiado. Elías ya no estaba en la habitación. Adrián lo había visto desaparecer en la oscuridad, arrastrado por algo invisible, algo que no podía comprender. Algo que los había separado.

Adrián estaba solo.

Solo en esa maldita aula, que ya no parecía un aula. La silla vacía del fondo, la pizarra ahora limpia de palabras, las sombras al acecho. Todo a su alrededor estaba muerto, pero estaba vivo a la vez. El aire estaba cargado, espeso, como si el propio espacio estuviera retorciéndose, incapaz de mantenerse en su forma.

El frío en su pecho se intensificó. Sabía que algo lo estaba observando. No podía ver nada, pero lo sentía. En el borde de su conciencia, en el lugar más profundo de su alma, algo se movía.

-¡Elías! -gritó, pero su voz se desvaneció en la oscuridad.

Nada. El eco de su grito se deshizo en el aire como polvo, dejando el mismo vacío que llenaba la habitación.

¿Qué había sucedido?

La sensación de estar perdiendo el control lo invadió, y fue tan fuerte que se sintió como si las paredes de la habitación estuvieran a punto de tragárselo. Un lugar que una vez conoció con tanta claridad ahora parecía ser un laberinto que se deformaba, que lo distorsionaba. El espectro había jugado con ellos. Había manipulado el tiempo, y ahora ni siquiera sabían si estaban atrapados en un ciclo sin fin.

¿Dónde estaba Rafael? ¿Y Elías?
¿Estaban vivos? ¿O habían sido absorbidos por el mismo ser que ahora rondaba el colegio, observando, esperando?

La sensación de desesperación se intensificó. Cada rincón del aula, cada sombra que se alargaba, cada crujido de la madera bajo sus pies, lo sumía más en el terror. No era solo miedo. Era la incertidumbre de no saber qué sucedía ni cómo luchar contra algo tan insidioso.

Elías había entrado en la oscuridad, y ahora, Adrián debía enfrentarse a ella solo.

-¡Elías, responde! -gritó con más fuerza.

Pero no hubo respuesta. No podía escuchar su voz. No podía sentirlo cerca. Todo había quedado vacío. Y en ese vacío, la presencia del espectro aumentaba.

Adrián cerró los ojos por un momento, intentando calmar su respiración. Quería correr, quería huir, pero algo le decía que no era posible. Las sombras en el rincón de la habitación se movían con una suavidad inquietante, como si algo estuviera esperando a atraparlo. La figura, la sombra que no tenía rostro, la que había acechado en sus pensamientos y en sus sueños, estaba cerca. Estaba allí.

Se giró rápidamente, mirando cada rincón, como si temiera que algo lo atacara en cualquier momento. Las paredes respiraban. El aire se volvió espeso, denso, más pesado que antes. Era como si la misma oscuridad tuviera un peso físico, una densidad casi palpable.

Y entonces lo vio.

La figura apareció en el umbral de la puerta, silenciosa, deslizándose de la sombra como si fuera parte de ella. No tenía rostro. Pero Adrián pudo sentir sus ojos. O lo que quedaba de ellos. Eran los ojos de todos los que habían caído antes de él. Los ojos de los niños que, como él, habían sido elegidos por el espectro. Los ojos de los perdidos. De los condenados.

-¿Qué quieres de nosotros? -gritó Adrián, su voz resonando como un eco desesperado, pero la figura no respondió.

Solo lo observaba, inmóvil. La presencia lo rodeaba, aplastándolo. El frío se intensificó.
La sombra avanzó, pero no tocó el suelo. No hacía ruido. Era como si se deslizara sobre el aire mismo, como si el espacio a su alrededor se deformara al pasar.

Adrián no pudo evitarlo. Dio un paso atrás. Pero no había a dónde huir. La sombra levantó una mano, y cuando lo hizo, Adrián sintió una presión insoportable en el pecho, como si la misma escuela estuviera apretando contra su corazón, como si la oscuridad lo estuviera absorbiendo.

Ven...

La voz no era humana. No tenía tono, pero se infiltraba en su mente, en sus pensamientos. Era una presencia mental, algo que comunicaba su voluntad directamente en el cerebro de Adrián.

-¡NO! -gritó, luchando contra la presión. Pero la sombra avanzó, y con cada paso, el aire se volvía más espeso, más denso.

Los recuerdos de Elías comenzaron a desbordarse en su mente. Su hermano. La sensación de tenerlo cerca. Siempre tan tranquilo, tan sereno. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no podía sentirlo? ¿Por qué no podía escucharlo?

La figura extendió la mano hacia él. Pero no lo tocó. Solo lo atravesó, como si fuera una proyección, como si fuera una sombra. Y Adrián lo sintió. Lo sintió en su alma. La presión. El miedo. La desesperación. Y en ese momento, algo cambió. Los ojos de la figura se abrieron. Eran los ojos de Elías. No de su hermano, pero sí de él. Oscuros. Vacíos. Vacíos de toda humanidad.

La sombra se deshizo. Se desmoronó en el aire. Como si fuera polvo. Como si todo lo que quedaba de ella fuera una huella que se desvanecía en la nada. Y entonces, algo más pasó. La luz de la habitación parpadeó. Y por un segundo, Adrián vio a Elías. Vivo.
En su mente. En su corazón.

Elías estaba atrapado.

La oscuridad lo había consumido. Y ahora, él se estaba convirtiendo en lo mismo. En una sombra. Una sombra atrapada entre la vida y la muerte, entre lo que alguna vez fue y lo que había quedado.

Adrián cayó de rodillas.
Se aferró a sus propios recuerdos, a las últimas huellas de su hermano, de Rafael, y de la vida que una vez conoció.

Pero estaba atrapado.




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