Los Once Silencios

El Umbral del Olvido

Adrián no podía comprender lo que veía. La luz había desaparecido tan rápidamente como apareció. La figura de Elías, aquella luz que había tocado su alma, se desvaneció con la misma facilidad con la que una ilusión se disuelve en la mente al despertar de un sueño. Adrián estaba solo.

Solo en la oscuridad. Y ahora, esa oscuridad parecía más que nunca una presencia. Una entidad viva que respiraba, que lo obsesionaba, que lo mantenía atrapado en su manto. No podía ver nada, pero podía sentirlo todo.

¿Por qué Elías no podía estar ahí?
¿Qué había sucedido con él?
El espectro había manipulado la conexión entre ellos. Lo había logrado, pero aún no lo entendía. ¿Por qué Elías? ¿Acaso el espectro lo había absorbido completamente?

Adrián no quería aceptar esa idea, pero en lo más profundo de su alma, algo le decía que no quedaba tiempo. Algo le decía que si no se apuraba, si no lograba atravesar esta barrera, él mismo terminaría siendo absorbido, igual que Rafael, igual que todos los demás. Y, si eso sucedía, ¿quién recordaría a Elías? ¿Quién recordaría su propio nombre?

En la oscuridad, algo se movió.
Un ruido, apenas un susurro, como un suspiro largo, recorrió la habitación. Pero no era una habitación. No podía serlo. Era una dimensión que desbordaba el espacio y el tiempo.

Las paredes no existían, y el suelo, si es que existía, se desvanecía bajo sus pies como si nunca hubiera estado allí. El aire era pesado, y cada respiración era un desafío. Como si cada inhalación se resistiera a llegar a los pulmones. La presión lo aplastaba, como si el mismo espacio intentara cerrar su existencia dentro de él.

La conexión con Elías se había roto, pero una presencia persistía. Elías aún estaba allí, en alguna parte, en la conexión que habían compartido desde que nacieron.

Aunque la oscuridad había comenzado a devorar esa conexión, el lazo entre los gemelos nunca se había roto por completo. Había algo más. Un eco de esa relación que resonaba en la mente de Adrián, como un grito ahogado en el abismo.

Adrián sintió una fuerza invadiendo su cuerpo. La misma sensación que había tenido cuando la sombra lo había tocado antes, cuando la figura se había acercado. Pero ahora no había figura, ni sombra, ni manifestación del espectro.

Solo el vacío. Y, sin embargo, sentía la presencia de Elías. Era débil, pero estaba allí, en algún lugar de esta vasta oscuridad.

-Elías... -susurró Adrián, con los labios resecos, su voz temblorosa.

Nada.

Pero entonces, como un relámpago en la tormenta, una luz tenue apareció en la distancia. Un destello a través de las grietas del abismo. No era la luz cálida de la esperanza, sino una luz fría, de un blanco enfermizo, como una luna oscura en el corazón de la noche. Esa luz iluminaba una figura de pie, inmóvil.

Adrián corrió hacia ella sin pensarlo. Su mente se aferró a la idea de que Elías estaba allí. Que podía salvarlo. Su corazón latía con fuerza en su pecho, pero al mismo tiempo, sentía como si algo estuviera tirando de él, como si el mismo aire lo estuviera atrapando y arrastrando hacia un destino del que no podía escapar.

-¡Elías! -gritó con todas sus fuerzas, pero el grito se disolvió en el aire, como si nunca hubiera existido.

La figura de pie giró hacia él. Y allí estaba Elías. Pero no era el Elías que conocía. Sus ojos estaban vacíos. No había luz en ellos. Solo una negrura profunda, infinita, que parecía tragarse toda la esperanza que quedaba. La luz que emanaba de la figura no era natural. No era real. Era como una proyección de algo más allá de la comprensión humana.

Adrián dio un paso atrás, pero sus pies parecían pegados al suelo. Algo lo sujeto a esa figura, a ese vacío. Los ojos de Elías lo observaban, pero no lo veían. Era como si estuviera mirando más allá de él, más allá de su alma. ¿Era Elías? No lo sabía.

Elías abrió la boca. Pero no fue su voz. Fue una voz rota, desfigurada, que salió de su ser como una cadena arrastrada por el suelo.

-Estás aquí... pero no hay vuelta atrás.

El espectro lo había tomado.
Y Elías ya no era el mismo. No completamente. Había sido despojado de algo esencial. Su alma, su voluntad, todo lo que era.

Adrián dio otro paso atrás, con el miedo a punto de ahogarlo. El sonido de su respiración era un retumbo en sus oídos. Las paredes, la luz, todo se desmoronaba a su alrededor.

-¡No! -gritó Adrián, pero la figura de Elías ya no respondía.

La oscuridad se estaba apoderando de él, como un manto que lo cubría, que lo absorvía. La realidad comenzaba a desmoronarse a su alrededor, y con cada paso que daba, las sombras lo alcanzaban, se alargaban, lo tocaban.

No había escape.
Hasta que lo vio.

Entre las sombras, entre la grieta de la oscuridad, algo se movió. Algo que no debía estar allí.
Era Rafael. Pero no estaba allí, físicamente. Estaba en la dimensión. Rafael estaba atrapado, pero su alma seguía resistiendo. Él no se había rendido. Y Adrián lo vio. En sus ojos, el reflejo de la lucha.

Rafael levantó la mano. Y en ese momento, Adrián entendió. La conexión aún existía. Rafael estaba allí, resistiendo al espectro, resistiendo al olvido. El espectro no lo había consumido.

Adrián sintió el miedo de perder a su hermano, pero también sintió algo más: la esperanza.La conexión entre los tres no se había roto. El espectro podía separarlos físicamente, pero el vínculo entre ellos seguía intacto. Con un último esfuerzo, Adrián cerró los ojos. Se concentró en la luz. En la conexión.

Y en ese momento, atravesó la oscuridad.




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