Los Once Silencios

La Mirada del Espectro

Adrián no podía entender qué estaba sucediendo. La oscuridad, antes tangible y definida, ahora era un laberinto de percepciones distorsionadas. La habitación en la que se encontraba, el aula que había atravesado antes, ya no existía de la misma forma.

Las paredes temblaban, y el suelo parecía ceder, como si el mundo entero estuviera desmoronándose. Un caos que se sentía en las entrañas de su ser.

La conexión con Elías había sido rota, pero ¿cómo podía sentirlo todavía? ¿Cómo podía sentirlo en su alma, a pesar de que la luz había desaparecido? Un grito resonaba en su mente, pero no era un grito físico. No estaba seguro de si era suyo o de alguien más.

Estaba atrapado en una espiral de confusión. Las sombras seguían moviéndose, como si intentaran apresarlo. El aire estaba tan denso que podía saborearlo, pero se sentía como si se desvaneciera cada vez que intentaba aferrarse a la realidad.

—¡Elías! ¡Rafael! —susurró, pero las palabras se perdieron en un mar de ecos.

No sabía si estaba hablando en voz alta o si todo lo que decía estaba atrapado en su mente. Sus ojos se abrieron con fuerza, como si intentara despertarse de un sueño profundo, pero lo único que veía eran fragmentos de recuerdos rotos. Cada rincón del colegio estaba borroso, distorsionado, como si fuera una pintura mal hecha. La realidad misma estaba en peligro.

El espectro, esa presencia que lo había perseguido durante tanto tiempo, parecía haberse desvanecido. Pero la sensación de su presencia era más fuerte que nunca. El espectro no estaba muerto. No podía estarlo. La oscuridad lo había absorbido, pero ahora era algo más. Algo diferente.

Algo que ya no era solo una entidad que acechaba. Era una manifestación del miedo que había crecido dentro de Adrián. Un monstruo que se alimentaba de sus pensamientos, de sus emociones. Un espectro que había aprendido a moldear la realidad misma.

Adrián cerró los ojos, pero no pudo encontrar consuelo. Cada vez que cerraba los ojos, veía la figura de Elías, pero no era Elías. No del todo. Sus ojos eran vacíos, como un reflejo distorsionado. Como si su hermano estuviera atrapado entre dos mundos, sin poder elegir uno. Y Rafael. ¿Dónde estaba Rafael? ¿Qué le había pasado a él? ¿Había sucumbido también a la oscuridad?

La sensación de vacío lo rodeaba. No podía confiar en sus propios pensamientos. Cada vez que intentaba concentrarse, las sombras lo consumían más. Las paredes se acercaban, pero no de una forma física. No podía verlas, pero las sentía en su mente, rodeándolo, presionándolo.

¿Era real? ¿O había caído en una trampa creada por el espectro, atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar?

No hay escapatoria.
Nadie escapa.
Solo los olvidados permanecen.

Las voces no eran humanas. No eran siquiera voces. Eran ecos. Susurros que se filtraban en su mente, como una niebla que se colaba entre sus pensamientos, distorsionando todo lo que tocaba. ¿Quién era él ahora? ¿Quién era Elías? ¿Y Rafael?

La oscuridad parecía tomar forma, como si el colegio mismo hubiera sido tejido de sombras. La realidad se desvaneció por completo. Cada paso que Adrián daba lo llevaba más lejos de su propia identidad. Y entonces, la figura apareció de nuevo.

Era la sombra. Pero no era la misma sombra que había visto antes. No era la sombra del espectro, no era algo que se pudiera nombrar. Era una figura viva. Orgánica, como si el propio espacio estuviera siendo consumido por ella. La sombra se deslizaba hacia él, extendiéndose con un propósito claro. El espectro lo había encontrado nuevamente. Y esta vez, no se lo llevaría tan fácilmente.

— ¡No!

Adrián intentó moverse, pero su cuerpo no respondía. El aire estaba envenenado. Las sombras lo rodeaban. Se retorcían como serpientes. Podía sentir cómo su alma se desprendía de su cuerpo, como si fuera arrastrado a un lugar que no entendía. La presencia del espectro estaba ahí, lo había marcado, lo estaba empujando hacia la oscuridad.
Ya no podía escapar.

El espectro levantó una mano.
Pero no era una mano normal. No era una mano física. Era como si la oscuridad misma la hubiera moldeado. Como si las sombras que lo rodeaban se hubieran reunido para darle forma. Era la mano de la nada. La mano de la desaparición.

Adrián luchó con todo lo que tenía. Su mente, aunque confundida, aún podía sentir la conexión con Elías. Elías estaba allí. Rafael también.
¿O no? ¿Estaba todo esto solo en su cabeza? El espectro lo había vinculado a la oscuridad. Y ahora, la única forma de escapar era romper la conexión.

La mano del espectro se acercó más. Y en ese instante, Adrián escuchó algo más. Un susurro, un susurro vibrante, más allá del aire.
Elías.

— Adrián....

La voz de Elías atravesó el abismo.
Era débil, pero aún estaba allí. Elías estaba luchando. Su hermano aún no había caído. El espectro no lo había consumido por completo. Todavía había tiempo.

Adrián extendió la mano, con el corazón latiendo en su garganta. El espectro lo miraba, lo observaba con sus ojos vacíos, pero él no se iba a rendir. No podía. Elías y Rafael necesitaban su ayuda. Tenía que romper la oscuridad.

El espectro se detuvo. Solo por un instante. La figura de Elías apareció, pero era diferente. Su rostro estaba envuelto en sombras, pero sus ojos brillaban con una luz cálida, una luz que Adrián reconoció. Era Elías, su hermano, su compañero, el que había sido parte de él desde siempre.

— ¡Adrián! ¡No te dejes atrapar!

Adrián cerró los ojos y se lanzó hacia Elías. Sabía que no podía dudar. No podía dejarse atrapar por las sombras. Rafael lo necesitaba. Elías lo necesitaba.

Y en ese momento, la oscuridad que lo rodeaba comenzó a desmoronarse. La conexión con Elías se fortaleció, y la figura del espectro se desvaneció, sin poder retenerlo más.

— ¡Elías! ¡Rafael!

Pero no fue suficiente. No.
Porque el espectro ya tenía algo más preparado.




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