Rafael luchaba. Luchaba con cada fibra de su ser. Cada respiración se sentía como una batalla contra el aire que se espesaba a su alrededor, como si la misma atmósfera lo tuviera prisionero, lo estuviera asfixiando poco a poco.
La oscuridad no era solo un vacío físico, sino algo mucho más profundo, algo que tocaba su alma, que intentaba devorar su voluntad. Los recuerdos del espectro eran un caos. Eran fragmentos rotos que se entrelazaban con los suyos, como si su propia mente estuviera siendo devorada. ¿Qué era real?
Cada vez que intentaba concentrarse, las sombras lo invadían. Los rostros de los niños desaparecidos, los ecos de sus gritos, se deslizaban como corrientes de aire frío por su piel.
La luz de la conexión con sus amigos, con los gemelos, brillaba, pero era débil. El espectro había hecho su trabajo. Había despojado a Rafael de lo más esencial: su mente, su memoria. Pero aún luchaba. No sabía cómo, pero algo dentro de él resistía. El vínculo no se había roto.
El aire cambió. Un eco susurró en su mente, una sensación familiar, como si estuviera atrapado en la mente misma del espectro, navegando por su propio abismo. Recuerdos, pero no suyos. El espectro comenzó a hablar.
No podía verlo, no podía tocarlo, pero lo sentía en cada rincón de su mente.
—¿Qué eres, espectro? —preguntó Rafael, su voz temblorosa, pero desafiante.
Yo soy lo que has olvidado. Soy el eco de la oscuridad que habita en tu alma.
Rafael sintió un estremecimiento recorrer su cuerpo. ¿Olvidado? ¿Qué era lo que el espectro quería decir? ¿Qué había olvidado él? ¿Qué le estaba arrebatando?
Entonces, los recuerdos se distorsionaron, como si una puerta se abriera en su mente, llevándolo hacia otra dimensión, hacia un lugar más oscuro. Los murmullos lo invadieron, las imágenes rompieron la tela de su conciencia, y en un instante, estaba allí. En un espacio diferente. Un espacio donde la realidad comenzaba a disolverse.
Se vio en un salón oscuro, con una luz tenue que apenas iluminaba un escritorio antiguo, cubierto con papeles amarillentos. Rafael no comprendió qué veía al principio, pero a medida que sus ojos se ajustaron, vio un nombre inscrito en uno de los papeles:
Fundador del Colegio St. Eligius.
Rafael sintió una presencia, algo que no podía comprender, pero sabía que estaba mirando algo que pertenecía al pasado de ese lugar.
Al pasado de la oscuridad. El espectro comenzó a hablar a través de él. La voz resonaba en su mente, cada palabra un golpe de terror.
— Este colegio, St. Eligius, es el hogar de la élite. Su fundador selló un pacto con la entidad más oscura, un pacto sellado con sangre. Para que el colegio fuera el más prestigioso de la aristocracia, debía ofrecer una ofrenda a la oscuridad.
Rafael sintió un nudo en el estómago. La tensión lo envolvía, y una verdad sombría comenzó a desvelarse ante él, mientras las sombras lo absorbían cada vez más, como si él mismo fuera un testigo del pasado, de un pacto olvidado, de una historia olvidada.
El espectro continuó, con voz etérea:
—Por cada año que pasaba, el fundador debía entregar once almas inocentes a la oscuridad. Once. Esas almas serian absorbidas y sus nombres escritos en las paredes del aula 4B. Un aula que no pertenece al mundo humano. Los niños desaparecidos son parte del ritual, la energía que alimenta al colegio, a la aristocracia. Sin la ofrenda, el colegio caería, y con él, el mundo entero. La oscuridad lo consumiría todo.
El frío recorrió el cuerpo de Rafael como un rayo helado. ¿Once almas? ¿Cómo podía ser esto cierto? ¿Cómo podía un lugar tan prestigioso estar fundado en una mentira tan oscura?
—Pero el fundador ya no está. Ha muerto hace más de 100 años. Sin embargo, sus sucesores, los directores del colegio, siguen cumpliendo el ritual.
Rafael luchó contra el pánico que lo invadía. Los recuerdos de todos los niños desaparecidos lo golpearon, y su mente se llenó de imágenes rotas: las almas perdidas, los nombres borrados. Cada niño atrapado por la oscuridad, cada uno ofrecido como sacrificio.
El espectro se alimentaba de la desesperación, del miedo, de las almas entregadas. Las familias de los niños eran informadas, pero nunca les decían la verdad. Ningún niño sabía lo que realmente les sucedía hasta ser consumidos por la oscuridad.
Rafael intentó escapar de esas imágenes, pero algo lo mantenía prisionero. Las sombras se adueñaban de sus recuerdos, del miedo que había dentro de él. El espectro lo había marcado, lo había atrapado, y lo estaba arrastrando hacia el mismo abismo.
— Pero tú aún puedes ser libre... —dijo el espectro, y esta vez, su voz no era tan fría.
Había una promesa detrás de sus palabras, una promesa de que Rafael podría salvarse si aceptaba su destino, si aceptaba ser uno de ellos. Uno más.
— ¡No!
Rafael apretó los dientes. No permitiría que el espectro se apoderara de él. No podía dejar que su mente fuera destruida. No podía sucumbir. Elías y Adrián lo necesitaban.
Con un último grito de resistencia, Rafael rompió el vínculo. La sombra que lo rodeaba comenzó a desvanecerse, pero no era suficiente. El espectro aún intentaba sujetar su alma.
Pero entonces, una luz brillante apareció en su mente. Elías y Adrián. Los vio, en su mente, luchando, buscando una salida. Su conexión seguía viva. La conexión entre ellos no se había roto. Los gemelos aún lo llamaban, y el espectro no podría separarlos.
Con toda la fuerza que le quedaba, Rafael rompió el control del espectro, y la luz lo envolvió por completo. De repente, todo cayó en silencio. La oscuridad comenzó a desvanecerse. El pasillo del colegio, el aire espeso, todo se desmoronó. Rafael despertó, pero no estaba solo.
Adrián y Elías habían cruzado las sombras, y los tres se encontraron nuevamente. El vínculo entre ellos, indestructible, brillaba con una intensidad inigualable.