Los Once Silencios

El Último Susurro de las Almas

La atmósfera en el pasillo era aún densa, como si el aire mismo estuviera cargado de la desesperación de todos los que habían sido atrapados. Rafael, Adrián y Elías se encontraban de pie, mirándose con los ojos llenos de confusión y miedo, pero también con una renovada determinación.

La pieza del rompecabezas que faltaba finalmente se había encajado, pero lo que habían descubierto no era una verdad liberadora. Era una maldita condena, una dura realidad que los tres debían aceptar si querían salvar lo que quedaba de sus almas.

Rafael respiraba de manera irregular, como si cada inhalación le doliera. Había recorrido un camino oscuro, uno que le había mostrado fragmentos de su propia existencia rota.

Pero ahora, al estar rodeado de los gemelos, sentía una chispa de esperanza, aunque esa chispa se sentía más como un fuego abrasante en su pecho, ardiente, como si fuera un sacrificio que todavía no entendía por completo. Lo único claro era la misión que tenían por delante.

— El espectro... el espectro... no solo está atrapando almas — Rafael comenzó, su voz temblorosa pero firme, como si las palabras fueran las únicas que lo mantenían conectado con la realidad — Él las consume. Las consume hasta el olvido. Luego las toma y las guarda. Las almas de los niños desaparecidos están todavía intactas, en sus cuerpos. Ellos... ellos no están muertos, solo... atrapados.

Adrián frunció el ceño, sin comprender del todo, pero el miedo y la confusión le recorrieron el cuerpo como un escalofrío. Elías, de pie junto a él, lo miró, como si las palabras de Rafael hubieran abierto una puerta a una realidad que ninguno de ellos estaba preparado para aceptar.

— ¿Atrapados? — preguntó Elías, su voz quebrada por la incredulidad. — ¿Quieres decir que... sus cuerpos están aquí, pero sus almas...?

Rafael asintió lentamente.

— Sí. Están aún vivos, pero sus almas ya no pertenecen a ellos. El espectro las atrapó, las devoró. Ahora solo quedan....cascarones, vacíos. Pero podemos salvarlos.

El aire parecía congelarse a su alrededor mientras sus palabras se asentaban en la atmósfera. Había algo en la tensión de ese momento que los rodeaba, algo oscuro y oprimente. Y entonces, un susurro flotó en el aire.

Voces. Voces que no podían ver pero que podían escuchar, gritos débiles y suplicantes, llamándolos. Los compañeros que habían desaparecido. La desesperación se filtraba en cada palabra, en cada tono, en cada resquicio de esas voces.

Adrián apretó los puños, su respiración se aceleró. Las voces de sus compañeros de curso, los que ya no existían en el mundo real, los que ahora eran sombras de sí mismos, parecían invadir su mente.

—Nos están llamando... ellos... no saben qué está pasando. Ellos... no saben que están... muertos.

Era Elías quien hablaba, y sus palabras llegaron como una ola que se estrelló contra Adrián. Ellos no lo sabían. No sabían que ya habían sido tomados, que sus almas y cuerpos se encontraban prisioneros de una oscuridad que jamás debió existir.

Los tres amigos se miraron, el peso de la responsabilidad apoderándose de ellos, como una carga tan pesada que sus espaldas se encorvaban bajo su propio temor.

¿Podrían salvarlos? ¿Sería posible liberarlos de esa terrible prisión en la que se encontraban?

El espectro, esa entidad sin rostro, se había alimentado de ellos durante años. Cada año, once almas, once sacrificios, y cada una de esas almas atrapadas en una red que nunca debería haberse tejido.

Once, un número que resonaba en sus mentes como una sentencia implacable. La oscuridad había tomado más de lo que podía contar.

Rafael dio un paso atrás, el miedo aún palpitando en su pecho. Las imágenes de sus compañeros atrapados, de sus rostros vacíos, seguían persiguiéndolo.

— Si no lo detenemos — dijo con voz grave — el ciclo continuará. Los futuros niños caerán en la misma trampa, y todo este colegio, todo el lugar, será arrasado por el espectro.

La ira en sus palabras era palpable, y al escuchar la profecía oscura que se cernía sobre ellos, Adrián no pudo evitar un escalofrío que recorrió su espina dorsal.

La realidad que habían vivido, su vida en el colegio, ahora parecía irreal, como si nunca hubiera existido. El lugar que los había formado ahora los estaba devorando, sin importar la calidad de su educación, sin importar los valores que les habían inculcado.

El espectro, al parecer, no era simplemente un monstruo de la oscuridad. Era un artefacto de terror, nacido del miedo mismo, alimentado por cada alma devorada.

Y ellos debían detenerlo. De lo contrario, el colegio mismo se convertiría en una prisión. Los niños del futuro, atrapados en un ciclo de desesperación y olvido.

— ¡Tenemos que destruirlo! — exclamó Adrián, su voz quebrada por el dolor, pero también por una determinación feroz.

No importaba lo que costara, no importaba lo que sucediera. No podían dejar que el espectro siguiera devorando lo que quedaba de sus almas.

— Y para eso — agregó Rafael, con la voz llena de una amarga resolución — debemos destruir al espectro, forzarlo a volver al inframundo.

La tensión emocional en el aire se espesó. Las sombras alrededor de ellos comenzaron a moverse. El espectro los estaba observando, sabiendo que lo que estaban a punto de hacer podría destruirlo para siempre. La lucha comenzaría pronto.

Pero antes de que pudieran dar el siguiente paso, las voces comenzaron de nuevo. Más fuertes, más urgentes. Los compañeros llamaban, sus almas atrapadas lloraban en la oscuridad. Los gemelos, Elías y Adrián, sabían que no podían fallarles. En ese momento, la ira del espectro se desbordó.

— No escaparán. No hay huida. No hay regreso. Soy la oscuridad que consume todo lo que toco...

Las sombras crecieron como brazos, tentáculos de terror que se alargaban, intentando ahogarlos, devorarlos. Pero los tres amigos, unidos en su lucha, comenzaron a romper las sombras, luchando juntos, con una fuerza inquebrantable.




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