Los Once Silencios

La Última Jaula

El aire en la torre del campanario era tan denso que parecía tener forma, como si la oscuridad misma respirara a través de las grietas de la piedra antigua. Cada paso que Adrián, Elías y Rafael daban hacía que el suelo crujiera con un sonido agonizante, amplificando su sensación de estar atravesando no solo un espacio físico, sino un umbral hacia algo mucho más profundo y corrupto.

El silencio era aplastante. No un silencio simple, sino uno que parecía lleno de susurros contenidos, de lamentos que se negaban a morir. A medida que ascendían por las escaleras en espiral, la sensación de ser observados desde cada sombra se hacía más aguda. Las paredes, húmedas y cubiertas de grietas, parecían vibrar ligeramente, como si los gritos invisibles del pasado estuvieran incrustados en cada ladrillo.

Elías se detuvo de pronto, su cuerpo estremecido. Adrián lo agarró del brazo, sintiendo cómo su hermano se doblaba ligeramente, la respiración entrecortada.

—Está aquí… — murmuró Elías, sus ojos vidriosos reflejando el terror que ya no podía ocultar. —Siento su… desesperación… y también su odio.

Rafael, tenso y pálido, los miró con una mezcla de temor y determinación.

—Tenemos que seguir. Ya no hay marcha atrás.

Finalmente llegaron a la cima de la torre y se detuvieron en seco. La sala circular parecía suspendida en otro mundo. La luz de la linterna titiló, revelando la jaula de sombras en el centro: un capullo pulsante, casi orgánico, que latía con un ritmo lento y siniestro.

En su interior, la silueta del niño atrapado permanecía encorvada, inmóvil, con el rostro oculto entre sus brazos.

El espectro apareció entonces, emergiendo de las paredes como una niebla negra, pero esta vez su forma estaba distorsionada, rota y desgarrada, casi más monstruosa que antes.

Parecía que la batalla anterior lo había destruido parcialmente, pero su sed de venganza lo mantenía unido, un ser alimentado por el odio y el sufrimiento. La voz del espectro llegó como un lamento cargado de veneno:

—No… es… vuestro… No pueden romper… lo eterno…

Su tono no era solo amenaza, sino también un eco de dolor antiguo, de un pacto que había maldecido todo lo que tocaba.

Adrián dio un paso adelante, el sudor frío bajando por su espalda, sus manos temblando pero alzadas con decisión. La magia blanca comenzó a brotar, un resplandor que cortaba la negrura como cuchillas de luz.

—¡Esta vez terminará!— gritó.

El espectro respondió con un chillido penetrante, una mezcla de rabia y miedo. Las sombras se arremolinaron como serpientes gigantescas, lanzándose hacia ellos con una velocidad escalofriante.

Rafael alzó las manos y, con un rugido, disparó un rayo de luz blanca que iluminó toda la sala por un breve segundo, revelando rostros deformes y figuras espectrales escondidas en las paredes. Voces invisibles comenzaron a susurrar, un cántico de desesperación que se infiltraba en la mente de los tres chicos.

—Mienten…..Nada se puede romper….Todo se repetirá…

Elías cayó de rodillas, apretándose la cabeza, las lágrimas rodando por su rostro mientras luchaba contra las voces que le taladraban el alma. Adrián se arrodilló junto a él, apretándole la mano con fuerza.

—¡Resiste, Eli! ¡Estás conmigo!

La jaula comenzó a brillar con un resplandor enfermizo, como si la sombra intentara absorber la luz mágica que la rodeaba. Dentro, el niño abrió lentamente los ojos. Era como mirarse en un espejo: idéntico a los gemelos, pero sus ojos… esos ojos eran un pozo sin fondo de sufrimiento. Lágrimas negras corrían por su rostro, y su voz, un hilo quebrado, cruzó la sala:

—Ayúdenme… por favor… No puedo más…

El grito desgarrador retumbó en la cabeza de los tres, llenándolos de un dolor tan intenso que casi los hizo colapsar. La sala se sacudió violentamente, y las paredes comenzaron a sangrar oscuridad, la piedra agrietándose como si el mismo edificio fuera un organismo herido.

El espectro rugió, lanzándose hacia Rafael con furia descontrolada. Rafael, a duras penas, logró mantenerse en pie, sus brazos brillando con luz blanca mientras contenía la embestida, pero la sombra lo envolvía cada vez más rápido, buscando ahogarlo en su abrazo mortal.

—¡No puedo contenerlo mucho más!— gritó Rafael, jadeando.

Adrián, con lágrimas en los ojos, gritó:

—¡Elías, ahora!

Los dos unieron sus manos, y la magia blanca estalló en una explosión de pureza cegadora. La jaula comenzó a deshacerse, sus sombras gritando mientras se evaporaban en forma de humo oscuro. La figura del niño cayó hacia adelante, libre por fin, temblando sobre el suelo como un pájaro herido.

El espectro lanzó un último alarido, un rugido de derrota y terror, antes de ser devorado por la luz. Las sombras se replegaron hacia las grietas de la torre, desapareciendo finalmente… o al menos eso parecía.

El silencio que siguió fue absoluto. Solo se oía la respiración entrecortada de los tres amigos y el débil sollozo del niño liberado.

El niño alzó la vista, sus ojos inundados de lágrimas, pero esta vez ya no eran negras… eran claras, humanas. Con voz temblorosa, susurró:

—Me llamo Lucian… gracias… gracias por no abandonarme…

La sala, bañada en la primera luz del amanecer, parecía distinta ahora. Las sombras ya no se movían. El espectro había sido vencido… pero el vacío que había dejado era profundo y silencioso, y en los corazones de los gemelos y Rafael, una pregunta persistía:

¿Realmente ha terminado… o solo estamos viendo la calma antes de una nueva tormenta?




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