El colegio, acostumbrado al peso invisible de secretos ancestrales, estaba ahora envuelto en un murmullo constante. La noticia de la aparición de Lucian se había esparcido como un incendio silencioso: un niño desconocido, de mirada perdida y ojos de espejo, había sido encontrado en la torre del campanario y era idéntico a los gemelos Adrián y Elías.
Las autoridades intentaron mantenerlo en secreto, pero nada podía ocultar la intensidad del misterio. Entre los alumnos, las historias tomaron vida propia: algunos decían que Lucian era un fantasma; otros, que era el alma reencarnada del primer niño desaparecido. Pero la verdad la que solo Adrián, Elías y Rafael sabían era mucho más profunda y estremecedora.
Lucian era familia. Un antepasado directo, cuya sangre se entrelazaba con la de los gemelos en un vínculo que desafiaba el tiempo mismo.
Su vida, rota brutalmente cuando fue sacrificado décadas atrás, había quedado detenida, atrapada en la edad inocente de doce años. Ahora, libre por fin, Lucian tenía una oportunidad imposible: retomar su vida.
Pero la libertad no llegaba sin consecuencias. Lucian estaba roto. Sus ojos, aunque claros, conservaban un brillo distante, como si aún siguiera viendo las paredes invisibles de su prisión espectral.
Dormía con sobresaltos, y a menudo, en medio de la noche, despertaba gritando, ahogado por pesadillas tan vívidas que le hacían temblar durante horas. El trauma era una jaula nueva, invisible pero persistente.
Los padres de Adrián y Elías, en un giro inesperado, sintieron la carga de su culpa ancestral y, movidos por algo más fuerte que el deber, decidieron adoptar a Lucian. Se convirtieron en su familia, cuidándolo como si siempre hubiera formado parte de sus vidas. Pero la herida espiritual de Lucian era profunda, y sabían que el amor no bastaría por sí solo.
Lucian poseía una magia blanca pura, tan intensa que incluso en su estado debilitado se manifestaba sin esfuerzo: pequeños destellos alrededor suyo, brisas suaves que aparecían en habitaciones cerradas, y una calidez indescriptible cuando alguien lo abrazaba. Esa magia, aunque hermosa, era también su mecanismo de defensa, y su forma inconsciente de sanar poco a poco su alma.
Elías y Adrián dedicaban horas a su lado. Rafael se convirtió en su sombra leal. Los tres trabajaban juntos para devolverle la confianza y la seguridad que le habían sido arrebatadas. Pasaban largas tardes leyendo juntos en la biblioteca, enseñándole a jugar juegos que nunca conoció, y ayudándole a explorar la realidad moderna que lo asombraba y lo asustaba por igual.
Elías, con su naturaleza sensible, a menudo se sentaba junto a Lucian en silencio, solo acompañándolo mientras los recuerdos atormentaban al niño. Adrián, más fuerte de carácter, insistía en ejercicios mágicos, ayudando a Lucian a canalizar su poder y transformarlo en algo estabilizador.
Rafael, siempre observador, vigilaba cualquier señal de oscuridad persistente, listo para actuar si algo intentaba regresar.
Pero hubo momentos especialmente duros. Una noche, Lucian se despertó en plena crisis, gritando que el espectro había vuelto, que lo había encontrado otra vez. Su magia se desbordó sin control: las luces parpadearon, los espejos estallaron, y la casa se llenó de un viento helado.
Adrián y Elías lo abrazaron con fuerza, sus propias magias blancas fluyendo para calmarlo, y en ese abrazo desesperado sintieron lo que Lucian cargaba: un terror tan abismal, tan instintivo, que había dejado cicatrices imborrables.
—Nunca me soltó…. — sollozaba Lucian entre lágrimas. — Siempre lo sentía… incluso cuando dormía… él estaba allí, esperando…
Las noches de insomnio se volvieron rutina, pero lentamente, con cada día que pasaba, Lucian empezó a cambiar. La calidez de su nueva familia, la conexión especial con los gemelos y Rafael, y su propia magia blanca, comenzaron a sanar sus heridas invisibles.
Ya no lloraba todas las noches. A veces, incluso, se atrevía a sonreír tímidamente, y sus ojos, antes empañados de dolor, empezaron a recuperar un brillo esperanzador.
Aún había un largo camino por recorrer, pero algo era claro: Lucian ya no estaba solo. Y la magia blanca que compartían lo sostenía, lo envolvía como un escudo contra cualquier sombra que intentara regresar.
Pero en las profundidades de la noche, mientras todos dormían, Adrián se asomaba a la ventana y miraba hacia el cielo, sintiendo que, aunque la batalla había sido ganada la guerra aún no había terminado.