Luz Sobre las Ruinas
El día que el colegio cerró sus puertas para siempre, el cielo estaba gris, pero no por tormenta, sino por la pesada energía que parecía despedir aquel edificio maldito.
La prensa y las autoridades rodeaban el lugar como aves carroñeras, hambrientas de detalles sobre los descubrimientos macabros: cámaras ocultas, huesos enterrados tras las paredes, documentos antiguos donde se hablaba de pactos sellados con sangre y secretos mantenidos a lo largo de generaciones.
Lo que antes era símbolo de orgullo para la aristocracia, un emblema de tradición y excelencia académica, ahora era un cascarón hueco, vacío, devorado por su propio pecado. La estructura se mantenía en pie, pero todos sabían que nunca volvería a abrir.
La ciudad entera miraba en silencio cómo la fachada dorada del colegio se desmoronaba metafóricamente ante la verdad que había salido a la luz.
Para Adrián, Elías, Rafael y Lucian, aquello era un cierre necesario. Habían caminado por esos pasillos cargados de muerte y oscuridad, habían respirado su maldición, y finalmente habían roto la cadena que arrastraba almas inocentes a su perdición. El colegio estaba muerto, y su alma también.
Tras la clausura, sus padres decidieron cambiar el rumbo de sus vidas. No solo se trataba de empezar en otro colegio, sino de buscar un lugar donde sus hijos pudieran ser solo niños otra vez, sin la carga invisible de un pasado tenebroso.
Fueron matriculados en un nuevo colegio privado, igualmente prestigioso, pero con un ambiente luminoso, moderno y fresco, donde los pasillos estaban llenos de risas verdaderas, y no de susurros ocultos.
El cambio fue inmediato y profundo. La nueva escuela era todo lo contrario: los profesores mostraban verdadera preocupación por sus alumnos, y la comunidad estudiantil era sana, sin el peso de secretos oscuros.
Lo más importante: allí no había pactos siniestros, ni espectros agazapados en las sombras. Era un lugar limpio, en todos los sentidos.
Lucian, que al principio se mostró desorientado y temeroso, comenzó a florecer. Aunque aún arrastraba los traumas de años de cautiverio espiritual, el amor incondicional de su nueva familia, sumado a la poderosa magia blanca que él mismo albergaba, comenzó a limpiar esas cicatrices invisibles.
Cada día, al despertar en una habitación cálida, rodeado por hermanos que lo amaban y padres que lo cuidaban como propio, algo dentro de él sanaba un poco más.
A menudo tenía pesadillas en las primeras semanas, pero con el paso de los meses, esas imágenes comenzaron a desvanecerse, sustituidas por sueños de un futuro lleno de posibilidades. La magia blancatan fuerte, tan pura actuaba como un bálsamo silencioso, sanando desde dentro, envolviendo cada célula, cada rincón herido de su alma.
Rafael, Adrián y Elías nunca lo dejaron solo. Formaron un escudo protector invisible, estando siempre presentes para cualquier recaída, cualquier sombra que se atreviera a asomar. Jugaban, estudiaban y entrenaban juntos, fortaleciendo no solo su amistad, sino ese lazo espiritual que los había unido desde la primera batalla.
Adrián, antes tan rígido y desconfiado, aprendió a suavizar sus bordes. Elías, con su eterna sensibilidad, abrazó más fuerte a su hermano y a Lucian, sirviendo de puente emocional para todos. Rafael, siempre vigilante, se convirtió en la piedra firme donde los demás se apoyaban. Los cuatro formaban una unidad indestructible.
Mientras tanto, las noticias del cierre del viejo colegio fueron desapareciendo de los titulares. La ciudad, aunque marcada, decidió mirar hacia adelante. La estructura del colegio, abandonada y cubierta por la maleza, comenzó a desmoronarse sola, como si la misma tierra intentara enterrar la vergüenza y el horror.
Una tarde de invierno, mientras paseaban cerca del lugar donde todo había comenzado, los gemelos, Rafael y Lucian se detuvieron ante las ruinas. Durante unos minutos, observaron en silencio la fachada caída, las ventanas rotas, las enredaderas que crecían salvajes sobre las piedras antiguas.
—Aquí terminó… para siempre — murmuró Rafael.
Elías asintió, apretando la mano de Lucian. Adrián, con mirada seria pero tranquila, agregó:
—Y aunque no podamos olvidar, sabemos que nunca más volverá a repetirse.
Lucian, que había permanecido en silencio, dio un paso al frente y cerró los ojos. De sus manos surgió un pequeño resplandor blanco, sutil pero cálido, que se extendió como un velo ligero sobre las ruinas.
—Gracias — susurró él — por enseñarme que incluso de la oscuridad más profunda… puede nacer la luz.
El grupo se alejó, dejando atrás no solo un edificio, sino todo un capítulo de terror y dolor. Esta vez, con la certeza profunda de que estaban realmente libres.
En sus nuevos caminos, la magia blanca siguió creciendo dentro de ellos. No era algo que los hiciera diferentes o especiales, sino algo que los recordaba constantemente de lo que habían superado, y de la promesa que se habían hecho: protegerse mutuamente y, sobre todo, proteger a los inocentes, para que ninguna sombra volviera a amenazar el mundo en que vivían.
Y así, finalmente, Lucian pudo olvidar lo vivido en aquellos años de cautiverio. Pudo reír, soñar y vivir como cualquier otro niño, rodeado de amor verdadero y de la fuerza invisible de la luz que ahora iluminaba cada paso de su vida.
La historia del colegio infernal quedó enterrada para siempre. Pero la llama pura de cuatro almas valientes seguía ardiendo, brillante e inextinguible.
FIN