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ABRAHAM FUNNYMAN
De cómo descubrí que mi amigo era más de lo que aparentaba.
–Señorito Platas– dijo en la mañana Fransuá, tratando de lograr que me levantara de la cama. –Se le va a hacer tarde para la escuela, además, sus amiguitos ya lo están esperando afuera.
–¿Mis amiguitos? ¿Se refiere a un niño y una niña, Fransuá?
–Así es, señorito. Él de cabello negro azulado y ropas corrientes. Ella de cabello rojo manzana y con cara de poca inteligencia. Llegaron ahí hace un par de minutos. ¿Quiere que les diga que se vayan?
–No, diles que pasen– dije entre bostezos, no muy seguro de lo que mis labios habían pronunciado.
Fransuá se fue y yo corrí a la ducha, me preparé, me puse mi uniforme recién planchado (por Fransuá) y bajé a verlos.
Las caras de ambos se iluminaron al verme, y me sentí tan mal como ayer, pero hoy me proponía ser mejor con ellos.
–¿Ya desayunaron?– les pregunté más por cortesía que por realmente pensar en invitarles algo. Ambos dijeron que no.
–En mi casa no había nada para comer. Dijo Lily.
–Yo tampoco tuve nada– dijo Abraham.
Eso me entristeció un poco. Me tragué el orgullo y los invité a desayunar conmigo. Total, quien cocina es Fransuá.
Cuando llegamos a la cocina, me sorprendió ver a Fransuá cocinando en 4 estufas al mismo tiempo, ayudado por Constantina y Camila. Parecía que estaban preparando la merienda para un regimiento, pues había grandes porciones de carne friéndose.
–¿Papá tendrá visitas?
–Ojalá así fuera, señorito– respondió –Le recomiendo que no se acerque mucho a la ventana.
–¿Por qué?
Un rugido ensordecedor me respondió al tiempo que me hizo saltar despavorido. En la ventana me observaba el enorme ojo de un dinosaurio.
–¡Buenos días a todos!– saludó mi padre, que llevaba la bata que se ponía después de darse su chapuzón en la piscina de monedas. Mientras caminaba a hacia la mesa, varias monedas de oro caían de su cabello, orejas y otras partes.
Cuando pasó frente a la ventana, el dinosaurio emitió algo parecido a un aullido.
–¿Qué sucede, amigo?– dijo, posando su mano sobre su párpado y acariciándolo –Pobrecillo. Debe ser muy agotador que todo mundo se la pase pegándote en la nariz. Sé lo que te animará.
Del bolsillo de su bata sacó un pedazo de carne y lo colocó en la boca del monstruoso lagarto.
–¿Les gusta mi dinosaurio, niños? Anoche mientras regresaba a casa me siguió, y como pasamos la tarde en el rancho de dinosaurios del señor Splitz, decidí adoptar a este amiguito en lugar de pegarle.
–Ese es un dimetrodón, señor– observó Abraham –No es doméstico, no hace labores de campo y su carne no es comestible.
–A mí me parece lindo que haya adoptado a un dinosaurio desamparado– confesó Lily
–De hecho– dijo Fransuá, sazonando la carne con un gesto de desaprobación –Con este van 14 dinosaurios que el señor Platas ha recogido de la calle.
–¡Eso es 14 veces más lindo! Como no son dinosaurios populares, nadie se encarga de ayudar a los pobres dimetrodones.
–Es fácil decir eso cuando no eres tú quién les da de comer.
–¿Dijiste algo, Fransuá?
–Que el desayuno está listo, señor.
Mis amigos devoraban los hot-cakes como si no hubieran comido en días. Mi padre, que en otros días jamás me habría permitido tener amigos en casa, se veía fascinado con los niños farlandianos.
–Bien– dijo mi padre cuando terminó su desayuno –Es hora de ir a trabajar.
Delante de nosotros se despojó de su bata y Lily se cubrió los ojos, pero Abraham la tomó de la mano y ambos descubrieron que mi padre ya llevaba puesto su traje blanco.
–Sigo sin entender por qué te pones la bata si te metes a nadar vestido– objetó Alex.
–Hijo, hay cosas que no vas a entender hasta que tengas la edad para ser farlandizado. Ahora me retiro. Fransuá: ¿dónde está mi gatito?
–Voy a buscarlo, señor– dijo, sirviendo al dinosaurio un bocado de carne frita y se retiró, dejando a Camila y Constantia a cargo de la estufa. Un momento después regresó con una caja llena de mininos.
–Veamos, hoy llevaré el atigrado– dijo, y el mayordomo lo colocó en el bolsillo de su saco –Ofréceles uno a los niños, Fransuá. Nada hace tan ameno el trabajo como llevar un gatito a la oficina o al salón de clases.
Lily tomó un gatito negro y Abraham eligió uno de color dorado.
–No gracias– dije, cuando el mayordomo puso la caja frente a mí –Tal vez otro día.
Durante este tiempo me pregunté si el casco que el señor Dold había usado en mi padre no habría estado descompuesto, y en lugar de sólo farlandizarlo, lo había vuelto completamente orate.
–Si se me permite opinar– objetó Duke, desde debajo de la mesa –Me parece de muy mal gusto que traiga gatos a esta casa, señor.