Fengári había despertado muy temprano, casi al alba. Tenía la costumbre de ayudar a la anciana que vivía dos casas después de la suya, pero al abrir los ojos y ver que seguía en la habitación que compartía con su mejor amigo, aceptó que lo que había sucedido el día anterior no había sido un sueño.
Al parecer, era la única despierta en todo el castillo, excepto por los sirvientes. Le pareció extraño que ni el rey estuviera despierto, pero lo adjudicó a que, según él comentó la noche anterior, hoy tendría un viaje muy importante y quizás quería descansar. Aún no entendía del todo la vida en el palacio.
Muy cordialmente, una de las jóvenes sirvientas le ofreció prepararle el desayuno. Incluso utilizaron el prefijo "princesa". A Fengári le dio lástima por ellas: debían levantarse aún más temprano que todos para servir a gente que ni siquiera les daba las gracias. Se negó con la excusa de que daría un paseo y desayunaría con los demás cuando despertaran.
Caminó un buen rato, observando todo a su alrededor: cada muro, cada ventana... hasta las flores le llamaban la atención. Todo era más colorido y lleno de luz, a diferencia del pueblo, donde ni siquiera era posible percibir el color de una flor, porque los granjeros creían que era un desperdicio de tiempo.
Luego de recorrer las cercanías, decidió alejarse un poco más, cruzando los primeros muros que protegían el gran palacio.
Saludó a algunos guardias que cruzaban y se dirigió a la parte trasera de los establos. Vio a muchos trabajadores, y aunque las ganas de acercarse y platicar fueron grandes, la incomodidad que sintió al verlos hacerle una reverencia la obligó a alejarse.
No muy lejos había unos hermosos rosales. Fue allí, se recostó en el suelo y miró al cielo.
¿De qué color era el sol realmente? ¿Amarillo? ¿Naranja? ¿Rojizo claro? ¿Una mezcla de los tres? ¿O será blanco y cada uno lo ve del color que desea?
Mientras estaba acostada, le fue más fácil escuchar el galope de un caballo. Cerró los ojos, y minutos después sintió una respiración cálida sobre su rostro. Al abrirlos, vio a un hermoso caballo negro mirándola fijamente... al igual que unos ojos dorados llenos de curiosidad.
—¿Se puede saber qué haces aquí tan sola? ¿Y tu prometido? —El simple hecho de nombrar a su primo de esa forma le hizo sentirse frustrado. ¿Qué rayos le estaba sucediendo?
—Desperté antes que todos y decidí dar un paseo. ¿Y tú?
—Lo mismo.
—¿Puedo preguntar? ¿Es normal que nadie más esté despierto?
—No, no es normal. Generalmente mi padre y mi hermano son los primeros. Incluso llegué a pensar muchas veces que directamente no duermen —una suave risa siguió a su espléndida sonrisa—. Pero supongo que hoy se debe al viaje. Theós prefiere estar descansado para poder estar alerta en el camino.
Fengári asintió, aunque no podía dejar de observarlo. Una parte de su mente escuchó la respuesta, pero sabía que no le había prestado toda la atención. Desde que él empezó a hablar, solo pudo concentrarse en la forma en que sus labios se movían y en esa sonrisa tan preciosa que deseaba seguir viendo seguido.
—Es hermoso —dijo acariciando el pelaje del caballo, tratando de disimular su atracción. Pero, aunque no lo supiera, Ílios lo había notado... y le encantaba, de la misma manera en que le encantaba mirarla.
—Se llama Tachýs. ¿Sabes montar? —preguntó acercándose a ella. Sabía que debía guardar su distancia, pero era como un imán.
—No, ni siquiera sé cómo subirme a uno. Mi madre nunca me dejó aprender; decía que no era decente en una mujer.
—En ese caso, es mi deber enseñarte —susurró muy cerca de su rostro.
Estando tan juntos, Ílios pudo notar mejor las pecas que se desparramaban por su rostro.
Su cercanía la ponía nerviosa, así que no fue consciente cuando aceptó... ni cuando él la tomó por la cintura y la subió al caballo.
—¿Qué haces? —preguntó alarmada, pero él solo se reía de su asombro mientras se montaba detrás de ella. Con un brazo la rodeó por la cintura y con el otro tomó las riendas de Tachýs.
La sentía muy tensa, por lo que se acercó lo más que pudo a su oído y susurró:
—Prometo que no iré rápido, no temas... —Ella giró su rostro hacia su hombro, chocando con el de él—. No dejaré que te lastimes. Lo prometo.
Ella asintió, sonriendo.
Como había prometido, el camino fue lento. Ella pudo observar lugares hermosos mientras él le hacía preguntas triviales. A mitad de un sendero lleno de manzanos, Ílios bajó del caballo, lo guió con las riendas hasta un gran árbol, lo ató, y ayudó a su invitada a bajar.
No dejó que dijera nada. Tomó su mano y la llevó hasta la sombra del árbol más grande, instalado sobre una colina desde la que se apreciaba una hermosa vista.
—Juguemos un juego: una pregunta cada uno, y no vale mentir. Es para conocernos mejor.
—¿Y por qué piensas que quiero conocerte mejor? —respondió, tratando de ocultar una sonrisa.
—Porque sé que esta "cosa" que me pasa no es solo de mi parte... o eso espero —dijo, acercándose más a ella. Ílios solo pensaba en besarla y descubrir qué les estaba pasando.
Ella, tratando de mantener la distancia, daba pasos hacia atrás.
—No sé de qué "cosa" me estás hablando.
Si alguien los viera, pensaría que estaban bailando, porque eso parecía: él avanzaba dos pasos y ella retrocedía dos más.
—Deja de huir de mí.
—No estoy huyendo. Solo quiero mantener nuestra distancia.
El baile no se detenía. Ella retrocedió nuevamente, y cuando creyó que tropezaría, Ílios fue más rápido y la sujetó de la cintura. Sus rostros quedaron muy cerca, sus respiraciones se mezclaban, y ninguno podía despegar la mirada del otro.
—Sé que hay algo más, y quiero creer que los dos estamos sintiendo lo mismo desde que nos conocimos.
Aunque no había nadie más, Ílios susurró cada palabra, lo que a Fengári le afectó... de la mejor manera, aunque ella lo negara.