Los Orígenes

Capítulo IV

—Como sabrán, mi padre partirá mañana, al alba, hacia el castillo de mis difuntos tíos, Dáimonas y Kólasi —dijo Gi, su voz resonando en el gran salón como una orden disfrazada de anuncio—. Esta noche celebraremos un banquete en su honor. Quiero que todo esté dispuesto, sin contratiempos ni demoras.

Los sirvientes se movieron con la precisión de un ejército silencioso. Gi los observó con gesto satisfecho antes de acercarse a su hermano y a la prometida de su primo.

—Espero que estés pensando en ir preparándote, Fengári —añadió, sin molestarse en disimular el tono de mando—. No deseo retrasos cuando llegue el momento de presentarte ante los invitados.

Ella frunció el ceño, dolida por la insinuación.

Gi sonrió con esa suficiencia que sólo tienen quienes confunden el poder con la virtud.

—Conozco bien a mi hermana —prosiguió—. Tarda horas en arreglarse y luego dice que es porque las mujeres deben tomarse su tiempo. No pienso correr ese riesgo contigo.

—No deberías preocuparte tanto, Gi —interrumpió Vrochí, con una sonrisa socarrona mientras se acercaba por detrás de Fengári y la rodeaba por la cintura—. Ella es la mujer más sencilla que conozco. De hecho, creo que ni ganas tiene de arreglarse para esto. ¿Verdad, amor?

—Tiene razón —admitió Fengári, conteniendo un suspiro—. Soy bastante sencilla.

—Pero dejarás de serlo hoy —dijo una voz desde lo alto de la escalera.

Astéri descendía con paso seguro, los rizos dorados cayendo sobre sus hombros como un presagio. Se detuvo ante ellos, tomó a Fengári de la muñeca y la apartó suavemente de su prometido.

—Necesito hablar con tu prometida —anunció—. Y además, me encargaré personalmente de que luzca como se merece.

Antes de que nadie pudiera replicar, la arrastró escaleras arriba hasta una habitación decorada como las de las princesas de antaño: tapices de oro y plata, espejos tallados, perfumes antiguos flotando en el aire.
Lo curioso era que, en medio de tanto esplendor, la cama no era matrimonial.

—Mi marido y yo no nos entendemos estos días —dijo Astéri con un deje de ironía—. Así que volví a mi habitación. Pero no hablemos de eso. Tenemos tarea por delante.

—¿Qué haremos aquí? —preguntó Fengári, algo incómoda.

—Arreglarte para esta noche. Y para que mi hermano no pueda apartar los ojos de ti.

—¿De qué estás hablando? —replicó Fengári, sintiendo el calor subirle al rostro.

Astéri sonrió, con la calma de quien sabe más de lo que dice.
—No me engañas, niña. Desde que llegaste, Ílios no deja de mirarte.

—Estoy comprometida con tu primo —respondió Fengári, intentando sonar firme—. No deberías decir esas cosas.

—¿De verdad crees que no sé que mi primo no siente atracción por las mujeres?

Fengári se levantó de golpe, con el miedo pintado en los ojos. Astéri no retrocedió.
—Lo he sabido siempre —continuó la princesa—. Cuando anunció su compromiso contigo, pensé que te había ofrecido dinero. Pero durante el desayuno, cuando te llamaron campesina, te noté incómoda… sí, pero también orgullosa. Así que dinero no fue.

Astéri se apartó y caminó hacia un gran placard, abriéndolo con un movimiento elegante.
—Entonces pensé: quizá lo ayudas. Que tú sabes su secreto… y él, el tuyo.

—¿Mi secreto? —preguntó Fengári, aunque su voz tembló apenas.

Astéri se volvió, los ojos brillándole como si una llama antigua se encendiera en ellos.
—Que eres una sorgina.

La palabra quedó suspendida en el aire, pesada como una campana rota. Fengári sintió un vacío en el estómago. Su tía la había usado muchas veces… pero jamás pensó escucharla en boca de una princesa.

—No sé de qué hablas —susurró.

—Sí lo sabes. Y tranquila, no tienes por qué temerme. Yo también soy una sorgina.

El corazón de Fengári se detuvo un instante.
—Eso no es posible…

Astéri avanzó, su sombra recortándose contra la luz del ventanal.

—Lo es. Mi madre lo fue antes que yo. Lo ocultó, porque sabía que mi padre enloquecería al descubrirlo. Antes de morir, nos hechizó a Ílios y a mí. Pero, como bien sabrás… cuando una sorgina muere, sus encantamientos mueren con ella.

Fengári abrió la boca, pero ninguna palabra salió.
Astéri bajó la mirada, la voz ahora apenas un susurro cargado de memorias.
—Yo tenía quince años cuando descubrí mis dones. Esa noche, mi madre vino a mí en un sueño. Me explicó todo… y me pidió que no dijera nada a Ílios hasta que llegara el momento.

—Pero tú eras una bebé cuando ella murió —murmuró Fengári.

Astéri alzó la vista. Sus ojos, de un verde antiguo, se endurecieron.
—Lo sé. ¿Sabes qué sucede cuando el cuerpo de una sorgina no es consagrado a los ancestros?

Fengári asintió apenas.
—Quedan atrapadas, ancladas al lugar donde murieron…

—Exacto. Por eso pudo hablarme. —Astéri sonrió con amargura—. Y es aún peor si fue asesinada por venganza.

—Ílios me dijo que un guardia la mató por error, creyendo que era una campesina…

Astéri rió. No con alegría, sino con ese sonido cortante que deja una herida invisible.
—No, Fengári. No fue un error.

Su voz bajó, como si las paredes pudieran oírla.
—Mi madre fue ejecutada por orden de Theós.




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