Los Pasajeros

Capítulo I

El motor del autobús rugió con un eco cavernoso, llenando la terminal de Tovar con una vibración familiar. No era un sonido aislado, sino parte de una estruendosa sinfonía que anunciaba el frenético ritmo de la vida. Se mezclaba con los gritos lejanos de los vendedores ambulantes que ofrecían agua helada y pastelitos, las animadas conversaciones de los viajeros que se generaban aquí y allá y la euforia de algunos pasajeros que corrían a toda velocidad para llegar a tiempo a su destino. Cada uno de esos sonidos era una nota más en la melodía del viaje que estaba a punto de comenzar.

El aire se sentía cargado de expectativas y nerviosismo. El bus era un microcosmos de la vida que se desarrollaba en la terminal. El olor a diesel se unía al perfume de las mujeres, al aroma del café recién hecho y al pan que los viajeros compraban para el camino. Luis, el chofer, observaba la escena desde su asiento, una rutina que había presenciado miles de veces. Sin embargo, esta noche, la familiaridad de la terminal se sentía extraña. La energía habitual parecía teñida de una sombra, un presentimiento que le helaba la sangre a pesar del calor del ambiente.

Luis observó con detenimiento a su alrededor. Los ruidos de la terminal, antes una sinfonía familiar, ahora le sonaban discordantes. Las voces de los pasajeros, las risas, el ajetreo... todo parecía tener un eco hueco, como si fueran sonidos filtrados a través de un vacío. Se preguntó si el cansancio le estaba jugando una mala pasada, pero la extraña sensación de desasosiego no lo abandonaba. Era la primera vez en veinte años de carretera que el ambiente de la terminal lo inquietaba de esa forma. El aire, denso y cargado, le recordaba a la atmósfera de un velorio, donde la euforia y la prisa se extinguen para dar paso a un silencio opresivo.

La sensación era tan vívida que lo llevó a una memoria enterrada hace mucho tiempo: el velorio de su padre. En aquel momento, la casa se llenó de un silencio tan profundo que ahogaba el dolor de la familia. El ambiente era pesado, denso, cargado de una tristeza que parecía flotar en el aire. Incluso las palabras de consuelo de los vecinos y amigos se sentían vacías, como si no pudieran atravesar la gruesa capa de pena. Luis, siendo un niño, no comprendía del todo la muerte, pero sí el peso que dejaba en el ambiente. Y lo que sentía ahora en la terminal era un eco de aquel sentimiento, un escalofrío que le erizaba la piel.

En el autobús, el olor a diesel y el constante zumbido del motor no lograban alejar la sensación. El miedo se aferraba a él, una sombra que parecía crecer a cada minuto. Pensó en la noche que su esposa lo dejó, con ese mismo silencio sofocante llenando la casa, un vacío que la presencia de ella solía disipar. Pensó en los años en la carretera, las noches solitarias, la distancia con su hijo, y la culpa de una vida que había descuidado. Todos esos recuerdos se mezclaban en un cóctel de miedo y angustia, un preludio a lo que le esperaba en el camino.

Se ajustó la gorra, sintiendo el sudor frío que le corría por la espalda. Llevaba más de veinte años recorriendo esa misma ruta, una línea de asfalto que conocía tan bien como las arrugas de sus propias manos. No era solo un trabajo, era su vida. Las noches interminables, la luz tenue del tablero y la música de la radio se habían convertido en sus únicos compañeros. La carretera era su hogar, su confidente, el lugar donde había enterrado sus propios fantasmas.

Esa vida, marcada por la distancia y el aislamiento, lo había alejado de todo. Las noches solitarias y el constante movimiento eran su única compañía, un peso constante que cargaba en su interior. Los recuerdos del pasado, de una vida diferente, se desvanecían con cada kilómetro recorrido, reemplazados por el sonido del motor y el brillo de los faros en la oscuridad.

Pero la carretera siempre lo había recibido de nuevo, como si fuera la única que lo entendía. Él la conocía, y ella lo conocía a él. O eso había creído hasta ahora.

Volvió a mirar a su alrededor con una sensación de incomodidad clavada en el pecho. Sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó el sudor de la frente, un gesto habitual que esta vez no lo calmó. Dobló el pañuelo y lo guardó, para luego bajar del autobús. Con pasos lentos y pesados, se dirigió hacia una de las columnas metálicas de la terminal. Se recostó en ella, sintiendo el frío del metal contra su espalda.

Sacó una pequeña caja de cigarrillos, la miró con el ceño fruncido por un instante, y luego se llevó uno a los labios. Lo encendió, inhalando con fuerza mientras un diminuto punto rojizo se iluminaba en la oscuridad. Lo sostuvo entre sus dedos y exhaló una suave línea de humo que se disipó rápidamente con las corrientes de aire, llevándose consigo un poco de la tensión que sentía.

La luz de la luna, una deslumbrante esfera de plata suspendida en el cielo despejado, llamó su atención. La observó, y la imagen lo hizo viajar en el tiempo, a una noche similar, cuando la misma luz se colaba por la ventana de su sala. La escena se desplegó en su mente con dolorosa claridad: estaba sentado a una mesa, y frente a él, su esposa, María.

Con los ojos llenos de lágrimas, ella lo observaba con una mezcla de tristeza y frustración, una mirada que él no pudo sostener. Agachó la cabeza, incapaz de enfrentar la verdad de sus palabras no dichas. Cuando la levantó, la vio poniéndose de pie, agarrando una pesada maleta, la misma que él le había regalado hacía años. Le dedicó una última mirada, una que selló su destino, y salió de la casa sin mirar atrás, dejando el último pedazo de su corazón que se había aferrado a la idea de una vida juntos.

El dolor de esa escena, tan fresco como si hubiera ocurrido la noche anterior, lo arrancó del pasado. Volvió al presente, al frío metal de la columna que sentía contra su espalda y al sabor amargo del humo en su boca. La punzada de la pérdida no se había desvanecido con el tiempo; al contrario, se había arraigado en él, un fantasma que lo seguía a todas partes. La luna en el cielo ya no era un recuerdo romántico, sino un testigo mudo de su fracaso. Agitó la cabeza, tratando de alejar las imágenes, pero la opresión en el pecho y el nudo en el estómago le recordaban que el pasado, por más que intentara enterrarlo, seguía siendo parte de su presente.




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