Los Pasajeros

Capítulo II

Sus ojos se clavaron por unos segundos en el reloj que adornaba su muñeca, verificando el tiempo que había transcurrido desde que salió de la terminal. Apenas eran quince minutos, un lapso de tiempo insignificante para el viaje que se sentía como una eternidad de angustia. Una gota de sudor resbaló por su frente, dejando un rastro frío que no se molestó en limpiar mientras dirigía su brazo en dirección al volante. Elevó la mirada y, a través del parabrisas empañado, vio el enorme letrero que se alzaba frente a él, enunciando con letras rojas y brillantes: "Feliz viaje y pronto regreso".

La intensa luz de un reflector iluminó momentáneamente el autobús cuando pasó sobre un reductor de velocidad. El destello fugaz lo deslumbró, y al dejar el enorme letrero atrás, fue sumergido de golpe por la profunda oscuridad que se apoderaba de la carretera. La noche ingresó al interior del autobús como un manto pesado e impenetrable, engullendo los rincones y las sombras, dejando solo la luz tenue del tablero como un débil refugio contra la negrura que ahora lo rodeaba por completo.

La tenue luz de los focos del autobús apenas iluminaba parte de la carretera, permitiéndole ver el rígido manto de asfalto que se extendía ante él, como un camino solitario y sin fin. A sus laterales, una alta y siniestra vegetación se erguía como un muro impenetrable, mientras sus ramas retorcidas y sus hojas secas susurraban una melodía lúgubre. Cuando el viento golpeaba ferozmente contra ella, el murmullo se intensificaba, rugiendo como una advertencia a cada kilómetro en el que Luis se adentraba.

Una extraña y familiar sensación lo golpeó con fuerza, una punzada de nerviosismo que lo llevó de regreso en el tiempo. Recordó su primer día de trabajo como conductor de autobús, cuando era tan solo un novato lleno de dudas y miedos. El rugido del motor y el murmullo de la vegetación que golpeaba el parabrisas, le mostró una versión de sí mismo mucho más joven.

Ese día, la carretera no era el asfalto que conocía al dedillo, sino un monstruo oscuro y sinuoso que parecía engullir el autobús. Cada curva era un desafío, cada sombra un potencial peligro. Y el vasto silencio de la noche lo llenaba de pánico, mientras la responsabilidad de los pasajeros, que en aquel entonces le parecían un peso inmenso, lo abrumaba hasta el punto de sentir que no podía respirar.

En ese momento, su miedo era el de lo desconocido: la posibilidad de perderse, de que el motor fallara o de no ser digno de la confianza de la empresa. Eran miedos reales, palpables, que el tiempo y la experiencia habían disipado por completo. Con los años, la carretera se había convertido en su confidente, su refugio, un lugar que había llegado a dominar. Sin embargo, la sensación de estar indefenso y solo, esa sensación visceral que sentía ahora, era la misma que lo había acompañado en su debut.

La diferencia, y lo que realmente lo aterrorizó, era el motivo de su miedo. El Luis de hace veinte años temía lo que no sabía de la carretera. El Luis de hoy temía lo que sabía, lo que su amigo Pedro le había advertido. Las sombras que antes eran solo un efecto de la oscuridad ahora le parecían siluetas con vida propia, y el murmullo del viento se había transformado en un coro de voces que le susurraban advertencias.

Sus ojos se posaron de nuevo sobre el paisaje que se dibujaba ante él, un lienzo de asfalto y oscuridad apenas iluminado por los focos del autobús. Movió su cabeza de lado a lado con vehemencia, como si con ese simple gesto pudiera alejar cada una de las palabras que su amigo le había contado. Pero mantuvo su firme posición, ya que No creía en esas tonterías. La carretera tenía sus peligros, sí, pero eran peligros tangibles: fallas mecánicas, animales salvajes y otros conductores descuidados. No había espacio en su mundo para los fantasmas o las almas en pena.

Pero, a pesar de su intento por mantenerse firme en su escepticismo, las palabras de Pedro se habían aferrado a su mente como una sombra. Buscó refugio en la familiaridad de su rutina y en el acto mecánico de conducir. Apretó el volante, sintiendo la textura de la goma bajo sus manos curtidas. Sus ojos se movieron con precisión entre el parabrisas y los espejos, mientras su atención se mantenía fija en la línea blanca que se extendía sin fin. Cada kilómetro recorrido era un acto de desafío a la extraña sensación que intentaba apoderarse de él, transformándose en una batalla silenciosa entre la lógica y la creciente angustia que le susurraba que algo no estaba bien.

La vía lo condujo hacia una curva que se perdía entre la hierba, obligándolo a girar a la izquierda y luego a la derecha, para una vez más girar a la izquierda y atravesar la calle principal de una zona que llevaba por nombre El Peñón. Con su vista fija en el camino, condujo con sumo cuidado, atento al volante, a la carretera, a los espejos y a todo a su alrededor, esperando ver lo mismo de siempre.

Dirigió su mirada hacia la acera derecha, un gesto mecánico de su rutina, y así poder visualizar cualquier pasajero que lo estuviera esperando. Pero la zona se veía aún más solitaria que nunca. El silencio era total, y el aire se sentía tan pesado que se le hacía difícil respirar, una quietud antinatural que no se correspondía con la energía habitual de la zona.

Aquella inquietante soledad lo obligó a viajar en el tiempo a una fecha que se había quedado grabada a fuego en su memoria, un día en el que, durante su trayecto de ida y vuelta, no consiguió ni un solo pasajero, perdiendo por completo ese viaje de trabajo. Fue una de las pocas veces en las que se sintió verdaderamente frustrado y desilusionado por su trabajo. La amargura de la pérdida económica y la sensación de haber malgastado su tiempo se quedaron en su mente por el resto de la semana.

Y en ese momento, la pregunta regresó a su cabeza con una punzada de angustia: ¿sería este día exactamente igual que aquel? Y un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en el horrible escenario. La sensación era más fuerte que la de la vez anterior, porque ahora había algo más, un matiz oscuro, una sugerencia ominosa en la soledad de la calle que le hacía preguntarse si el silencio y la ausencia de personas no se debía a la falta de suerte, sino a algo mucho más siniestro




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