Los Pasajeros

Capítulo III

Luis respiró profundamente mientras el autobús ingresaba al Tabacal. La luz que emanaba de los postes de alumbrado público inundó el interior del vehículo, dándole una mejor visión sobre la carretera y las casas que se alzaban a su alrededor. Por un lapso de tiempo, la profunda oscuridad se desvaneció, reemplazada por un tenue brillo que le permitía ver los contornos del camino y las siluetas de los árboles. La tranquilidad de la zona, iluminada por el resplandor de las farolas, le proporcionó un breve momento de tregua, un respiro en medio de la interminable noche.

Fue allí, en medio del tenue resplandor del Tabacal, donde la imagen de una mujer se hizo presente a un lado de la vía. Esperaba pacientemente frente a la entrada de una de las casas, una figura estática en un paisaje que, hasta ese momento, había estado en constante movimiento. Luis la observó con curiosidad mientras se estacionaba con suavidad para permitirle la entrada.

La mujer, una anciana de cabellos blancos, lo miró con ojos perdidos, dos pozos oscuros que parecían mirar a través de él. Subió lentamente los escalones del autobús, su largo vestido ondeando delicadamente, rozando el suelo, hasta que quedó inmóvil cuando se sentó en uno de los asientos del frente. Su presencia, silenciosa y etérea, no trajo consigo el alivio de un pasajero normal, sino una sensación de frío que no tenía nada que ver con la temperatura de la noche.

La extraña sensación que la mujer causó en Luis era indescriptible. Era una mezcla de tristeza y melancolía, como si la mujer trajera consigo el peso de una pérdida inmensa. El silencio en el interior del autobús se hizo más profundo, un silencio que se sentía cargado, denso, como el aire antes de una tormenta. Luis, con el corazón martillándole en el pecho, se aferró al volante para continuar su camino.

Aquella presencia, tan silenciosa, le hizo recordar a su abuela, la mujer que lo había criado. El peso que sentía no era de un miedo común, sino una melancolía que le recordó el vacío que ella dejó en su vida. Un nudo se formó en su garganta mientras su mente lo transportaba a un momento más feliz, a la vieja mecedora de madera que su abuela solía usar en el porche de su casa.

Podía verla allí, con su largo vestido floreado, meciéndose lentamente, con el sol de la tarde cayendo sobre su cabello blanco como la nieve. El olor a café y a galletas recién horneadas llenaba el aire, y el único sonido era el crujir suave de la mecedora. Su abuela no decía mucho, simplemente lo observaba con esa mirada suya, tan llena de sabiduría y de una serenidad que era capaz de calmar cualquier tormenta en el corazón de Luis.

En aquel entonces, Luis era un niño impaciente, incapaz de entender la profundidad de ese silencio. Era un silencio que hablaba, un silencio lleno de amor, de consuelo y de la certeza de que, sin importar lo que pasara, ella siempre estaría allí para él.

El recuerdo se desvaneció, y Luis regresó a la fría realidad del autobús. La anciana en el asiento trasero era una sombra pálida de lo que había sido su abuela. Su silencio no era reconfortante, sino opresivo. Era un silencio que pesaba, que asfixiaba, un eco de la pérdida que ahora lo rodeaba por completo. La mujer no era una figura de consuelo, sino un sombrío recordatorio de que la soledad que sentía no tenía remedio.

Luis intentó mirar por el espejo retrovisor, un impulso automático para ver a la pasajera que se encontraba en el asiento de atrás, pero algo en su interior se lo impidió. Una voz silenciosa en su mente, un instinto primario que no había sentido desde la primera vez que se subió a un autobús, le gritó que no lo hiciera. Era una advertencia clara, una certeza que se apoderó de él: si sus ojos se encontraban con los de ella, vería algo que rompería su ya frágil realidad, una imagen que se quedaría con él para siempre. El miedo no venía de la carretera, sino de un lugar mucho más cercano, uno que él mismo había permitido que entrara.

La lucha interna era brutal. Una parte de él, la lógica y el pragmatismo que lo habían definido toda su vida, le exigía una explicación. Pero la otra parte, la que había comenzado a aceptar que el mundo tenía un lado oscuro e inexplicable, le suplicaba que mantuviera la mirada fija al frente. Sabía que se estaba enfrentando a algo que no podía combatir con su experiencia o su astucia, sino con su capacidad para afrontar lo desconocido. Se aferró con fuerza al volante, sintiéndose un prisionero en su propio autobús, atrapado entre lo que sus ojos le decían y lo que su instinto le suplicaba que no viera.

Luis se cuestionó, en ese momento de profunda inquietud, por qué se dejaba manipular y dominar por las palabras de su amigo. ¿Dónde había quedado el hombre pragmático y de mente fría que se enorgullecía de no creer en tonterías? Era ridículo; veinte años de experiencia y lógica se desmoronaban por un par de cuentos de carretera y una sensación en el pecho. Se sentía atrapado en la telaraña de un miedo ajeno, y la rabia que sentía por su propia debilidad se mezclaba con la angustia que emanaba de la anciana, creando un coctel de emociones que lo hacía dudar de su propia cordura.

Movió su cabeza de lado a lado, un gesto de negación rotunda. Frunció el ceño y se aferró a sus principios e ideales, a la lógica y la razón que siempre lo habían definido. Con una determinación férrea, se juró que durante el resto del viaje no se dejaría convencer por pensamientos intrusivos e ilógicos. No importaba lo que viera o sintiera, él se mantendría firme en la creencia de que lo que lo rodeaba era simplemente la oscuridad de la noche y el cansancio de su propia mente.

La vía lo condujo hacia una parte donde, gracias a la luz de la luna, pudo distinguir una ancha y larga planicie de tierra que se extendía a lo lejos. Era un lugar sombrío y desolado, donde la fuerza de la naturaleza había hecho su trabajo sin piedad. Serpenteando entre la tierra arrasada, se veía el calmado río, el mismo que, con su aparente tranquilidad, había causado la devastación en los terrenos baldíos que lo rodeaban.




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