Los Pasajeros

Capítulo IV

En un abrir y cerrar de ojos, el Monumento del Hambre quedó en el olvido. El autobús se perdió tras una curva cerrada que daba paso a la zona que llevaba por nombre La Parada, una larga e interminable calle que se extendía como una boca abierta en la oscuridad. El cambio fue abrupto, pasando de la luz artificial de los reflectores a una penumbra custodiada solo por la luna.

A ambos lados de la calle, se erguían grandes y sombrías casas, algunas de dos pisos, que parecían contemplar el paso del autobús. Eran como feroces guardianes que no parpadeaban, a punto de devorar todo lo que se encontrara en su camino. Sus ventanas oscuras, a menudo vacías, miraban a Luis con una fijeza implacable, y él sintió que el vehículo no se estaba moviendo por una calle, sino por un corredor silencioso y vigilado, adentrándose más en el corazón de la tragedia.

Uno de los pasajeros, un joven que estaba de pie en el pasillo, se movió lentamente a causa del ligero bamboleo generado por el autobús al tomar una curva, y al hacerlo, causó un roce momentáneo contra el brazo de Luis. El contacto fue apenas un susurro, pero fue suficiente para que Luis se estremeciera suavemente. La piel del chico, gélida y blanquecina, le transmitió un frío que no era el de la noche, sino uno que calaba hasta los huesos.

El toque, breve e involuntario, dejó escapar un aire opresivo e inquietante que envolvió a Luis. No era solo la temperatura, sino la sensación de que el muchacho era menos carne y más vacío.

El corazón de Luis se aceleró, y la adrenalina lo hizo pisar el acelerador hasta el fondo. La velocidad borró el exterior, pero la carretera se abrió paso a una escena interna: la sala de la funeraria, donde su abuela yacía sin vida entre sus manos. El recuerdo era tan vívido que podía sentir el peso inerte de su cuerpo mientras la vestía con aquel vestido rosa que a ella tanto le gustaba, un color de vida que contrastaba con la palidez de su piel.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de Luis, quien la observaba sin poder creer que su abuela, su pilar de calma, ya no estaría con él. Con un nudo en la garganta, limpió rápidamente su rostro para evitar que las lágrimas cayeran sobre el delicado maquillaje que la hacía ver más joven de lo que era, un último acto de amor y negación. Tomó una de sus manos, sintiendo la piel tan fría y rígida como si un enorme cubo de hielo la hubiera suplantado, para ocultarla bajo unos elegantes guantes de seda que le daban un toque final al atuendo.

En el instante en que sus dedos tocaron el frío mortal, sintió que la rigidez le atravesaba el alma. Pero antes de que el recuerdo lo consumiera, una mano se posó sobre su hombro, regresándolo a la realidad con un sobresalto. El contacto no era gélido, sino cálido y firme, un toque que lo sacó de la tumba de su memoria, pero que lo dejó varado en la aterradora realidad de su autobús.

-¿Se encuentra bien? -Le preguntó un hombre alto y de ojos rasgados, mientras le dedicaba una intensa mirada.

-¡Sí, lo estoy! -Respondió en un hilo de voz.

-¡No parece estarlo! -Dijo el hombre con el ceño fruncido.

Luis se limitó a guardar silencio mientras tragaba saliva varias veces, luego, respondió con voz entre cortada…

-No se preocupe, es mejor que regrese a su asiento, ya que puede perder el equilibrio y causar un accidente con alguno de los pasajeros -el hombre asintió lentamente.

-Es mejor que baje la velocidad, ya que aún hay escombros y barro por la vía, y no queremos un accidente -la voz del hombre sonó dura y profunda.

-¡Sí, tiene toda la razón! -Luis lo miró fijamente, mientras su máscara de autocontrol se derrumbaba lentamente.

El ambiente dentro del autobús se tornó pesado y abrumador, un muro invisible de aire denso que asfixiaba cualquier intento de normalidad. A pesar de que algunos de los pasajeros mantenían suaves conversaciones, el aura general era gélida y tenebrosa, un aura que anulaba el calor humano. Esta sensación se apoderó de Luis de forma absoluta: sintió la presión en el pecho, su respiración se hizo superficial, y el sonido de las voces se volvió hueco y distante, como si la realidad estuviera siendo succionada lentamente por el frío que emanaba de cada asiento.

Fuera del autobús, el terror también crecía. La luz de los faros, al chocar contra la calzada embarrada, revelaba sombras que se movían con una velocidad antinatural en la periferia de su visión. Las grandes casas, que antes parecían guardianes, ahora se alzaban como enormes tumbas con ventanales negros que lo miraban fijamente, y la carretera misma, llena de barro y escombros, se ondulaba bajo la luz, como si el asfalto estuviera vivo y tratara de detenerlo.

Luis estaba completamente superado; su mente ya no podía distinguir entre el pánico y la realidad. La sensación gélida se había incrustado en su columna vertebral, confirmando que la muerte no era un evento futuro, sino una presencia constante a su alrededor.

Congelado por la asfixiante tensión, Luis desvió la mirada hacia el espejo retrovisor para observar a la multitud que llenaba el bus, mientras El aire se le escapaba de los pulmones. Los pasajeros, en su mayoría, poseían un aspecto extraño y uniforme; una piel blanquecina que contrastaba de forma macabra con sus ojos negros y hundidos, perdidos en el horizonte como si no tuvieran un rumbo fijo.

De pronto, una mujer de cabello castaño, que permanecía de pie en el pasillo, giró su rostro lentamente, como si ejecutar aquella simple acción fuera un esfuerzo monumental, obligándola a vencer la rigidez de su cuello. Sus ojos, dos pozos negros y vacíos, se clavaron en Luis con una fijeza abrumadora, y entonces, una torcida y lenta sonrisa se dibujó en sus labios pálidos. Más que tranquilizadora, aquella mueca daba el aspecto más aterrador que Luis jamás había presenciado; una grieta maligna en la máscara de su rostro blanquecino, que no prometía consuelo, sino la certeza de un dolor inminente.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.