Mientras Marcos Mezzalana vuelve a casa, sosteniendo los tirantes de su mochila de superhéroes, salta de baldosa en baldosa. El niño de hebras doradas cantaba Estaba la reina batata, sentada en un plato de lata, el cocinero la miró y la reina se abatató...Los niños se burlaban de su femineidad, pero su madre decía que eso lo hacía un príncipe. Al llegar a la cuadra de su casa, la intensidad de sus saltitos y el tono de su voz disminuyen. Estaba la reina batata… ve su hogar a lo lejos,…sentada en un plato de lata…está muy cerca,…el cocinero la miró…sigue cantando en un murmullo, y la reina se abatató…
Marcos abre el portón de su casa lentamente, anticipando su chirrido. Las flores del corredor que lleva a la entrada están secas, caídas y tristes. Él entra a la residencia con la misma delicadeza, donde el frío lo recorre de pies a cabeza y la quietud resulta ensordecedora.
El muchachito deja su mochila sobre el viejo sofá y saca de la nevera su almuerzo: una mísera lata de atún y las sobras de arroz de la noche pasada. Es cuando escucha el crujido de la madera que su piel se eriza y el latido de su corazón hace doler su pecho. Bruscamente, deja su comida sobre la hornalla y corre al armario, en el cual se esconde tras los sacos y chaquetas. Desde allí, escucha la voz ronca de “el monstruo” farfullar el nombre de su madre entre blasfemias. El ente lo llama en un grito. Su débil cuerpo tiembla y al oír pasos frente a su escondite cubre su boca para acallar su sollozo. Una vez confirma que “el monstruo” se ha ido, intenta abrir la puerta del closet, pero una mano lo toma del hombro y le susurra: Hazlo por mí, hijo mío.
Como una bofetada, recuerdos de peleas entre sus padres lo acosan. Su madre llora, su padre la hastía, y tras una secuencia de sonidos solo oye una respiración agitada. “Tac, tac, tac” y no escucha más a su madre. Desde su habitación cerrada bajo llave, había escuchado al hombre llorar y arrastrar algo por los pasillos. En el momento en el que su memoria calla, el rubio sale del armario. Se dirige al jardín delantero y toma la pala con la que su madre arreglaba las plantas junto a él y recorre los pasillos de la casa hasta la puerta del dormitorio principal. Recuerda el beso de las buenas noches que la mujer le daba mientras abre la puerta. “Tac, tac, tac” retumba por el hogar y posteriormente el ruido metálico del objeto cayendo. Líquido carmín ardiente mancha su infantil rostro. Ya no hay pureza en su mirada. Con un beso en la frente, sella su trabajo.
—Buenas noches, padre mío.