Se preparó una taza de té y se dio el lujo de hacerse unas tostadas con queso y miel. Su cuerpo agradeció el calor repentino que el líquido caliente le ofreció, y comió todo con gran entusiasmo.
Había tirado sus pertenencias sobre la cama en la habitación principal de la finca, a la que había llegado hacía apenas unas horas, sintiéndose como en casa por primera vez desde que había escapado de prisión.
Era una comunidad campestre llamada «La Circular Sur», y esa era la casa más apartada del resto; nada advertía alrededor que algo había cambiado dentro. El auto estaba escondido en la cochera de la casa, y había regado más temprano el patio, en la oscuridad, para borrar cualquier huella.
Sorbió su té y miró a través de las cortinas de lino: apenas se asomaban los primeros atisbos de claridad por las colinas del horizonte. Aion respiró profundamente y contuvo el aire unos segundos antes de soltarlo. Se sentía relajado y cómodo en ese sitio.
Aprovechó que había agua caliente y se metió al baño, recordando la necesidad que había sentido de revisarse completo más temprano, y cedió ante el pensamiento.
Tenía tres marcas de balas. Una en el brazo, la más reciente; otra en su costado derecho; y una más en el hombro izquierdo, justo por encima de la horrible cicatriz que aquel arpón de metal había dejado en su piel la noche que había decidido terminar con su vida. La noche que había fallado en lograrlo. Esa cicatriz formaba una especie de remolino, se hundía en su piel y tenía un color pálido; dolía si presionaba demasiado en donde la carne nunca se había llegado a sanar bien.
Tenía además cicatrices en sus brazos, en su espalda y en el resto de su torso; de cortaduras que Gabriel le había infligido intencionalmente. Ligeras depresiones y finas líneas aún más pálidas, dispuestas en distintos ángulos, unas más viejas que otras, formando un collage sobre él.
Estaba tan concentrado en revisar su propio cuerpo que, al alzar la vista y mirarse a los ojos en el espejo, se sorprendió al encontrarse. Su barba era una molestia; su cabello, un desastre: sucio, áspero y opaco, pegado a su cuero cabelludo en algunas partes y sobresaliendo de maneras extrañas y ridículas en otras.
Sintió que había envejecido diez años en tan solo unos días. Solo le faltaban las canas grises en las sienes y dejarse crecer un poco más la barba para ser tan similar a Gabriel.
Aion estrechó sus ojos, formando un pliegue entre sus cejas, con aquella imagen mental en su cabeza.
Finalmente se metió al baño y permaneció bajo el agua la ducha por eternos minutos, enjuagándose entero. Luego tomó la afeitadora eléctrica y trazó delicadamente el filo de su mandíbula, deshaciéndose de su molesta barba.
Escurrió el agua de su cabello, y pensó que podría intentar hacer un cambio en su aspecto. Té de manzanilla, limón, peróxido de hidrógeno. Hizo una solución con una de las recetas que encontró en Internet para aclarar el cabello, con la esperanza de que eso distrajera a las personas. No funcionó. Y frustrado, se llevó la computadora portátil de los dueños de la casa al baño y probó varias recetas, decepcionado de que no hicieran el efecto que él estaba buscando.
Tal vez, pensó, debía dejarlo actuar un día entero. No era como que los federales lo fueran a encontrar tan rápido. Así que hizo un poco más del empaste de productos, vació el peróxido en su fórmula, y se lo pasó por el cabello cuidadosamente.
Se miró una vez más en el espejo. Los ojos, pensó, recordando lo que le había mencionado aquel médico que había atendido a Matías. Usar lentillas parecía una buena opción. Pero, mientras tanto, se conformó con que cambiara el color de su oscuro pelo negro.
Entró a la habitación y sus ojos se detuvieron en la enorme cama matrimonial. Aion suspiró pensando en que podía aprovechar las horas del día para descansar, y así recuperar la energía que había gastado sin parar en los últimos días. Sus músculos parecían acalambrarse ante el pensamiento, aunque no estaba seguro de si podría dormir tranquilo sabiendo que su hijo estaba allí afuera, desamparado, con frío.
Apartó los pensamientos antes que empezaran a doler de nuevo. Se acercó al amplio clóset y encendió la lamparilla, la tibia luz reveló los cadáveres del matrimonio de la casa, ambos mirándolo con los ojos aún abiertos, sus rostros grabados con la expresión de horror que él les había provocado cuando llegó allí y los mató.
—Hum…, con permiso, disculpen… —musitó despreocupado y los empujó un poco para tomar una camisa, un par de pantalones caqui muy cómodos y siguió—: Sólo tomaré esto… ⸺Sus ojos se enfocaron en el hombre. La sangre cubría su rostro y se estancaba en el piso del compartimento. Aion se agachó junto a él. Lo observó solemnemente y luego suspiró, quitándole el reloj de su muñeca—. Espero que no te importe —dijo tranquilo, y también le quitó sus anteojos de leer para limpiarlos y ponérselos cuando los necesitase⸺. No es como que vayas a utilizar todo esto, ¿verdad?
Se puso de pie y los encerró de nuevo, deteniéndose un momento a pensar cuando volteó y se quedó quieto. Era extraño cómo trabajaba su mente ahora. Un solo pensamiento que había cambiado en su camino después de abandonar a su hijo, lo había convertido en otro hombre. No se sentía como sí mismo. Aion sabía que algo en su interior había cambiado, algo que ahora le permitía hacer las cosas horribles que antes había aborrecido.
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Editado: 12.11.2024