Consiguió una habitación pequeña en esa urbe, como le había dicho el hombre que lo había acercado hasta allí. No iba a ser difícil moverse a través de la red de trenes subterráneos de la capital, así que se permitió iniciar de nuevo allí.
Habían pasado ya dos semanas y media desde que había llegado a esa ciudad y apenas un par de horas desde que se había instalado allí.
Después de darse un buen baño, se tumbó en la aséptica cama que no tenía más que un par de sábanas de hospital, y una frazada llena de agujeros, pero aun si era todo lo que tenía, estaba agradecido por ello.
Permaneció en la cama en posición de estrella de mar mirando al cielorraso rasguñado y humedecido por alguna tubería rota, y contempló sus pensamientos que no lo llevaban a ningún lugar.
Escuchaba el traqueteo de las patas de Morfeo, que deambulaba alrededor de la cama, hasta que sintió el ligero escalofríos de su nariz fría contra sus nudillos. Luego sintió que una gran masa de pelos con aliento a perro saltó sobre la cama y se acomodó a su lado, ofreciéndole un poco de calor y consuelo.
El dueño del sitio le había dejado conservar a Morfeo a cambio de que él arreglara cualquier tubería o problema que pudiera tener el inmueble; porque a pesar de que Aion no planeaba conservar al perro, no tuvo corazón para dejarlo abandonado en la calle, fuera del colosal edificio de departamentos. De todos modos, pensó que era un buen acuerdo.
Cuando Morfeo empezó a lamer su rostro, él sonrió apartándose y se sentó con las piernas cruzadas en la cama, mientras acariciaba el lomo de su compañero.
No podía creer lo rápido que un perro podía crecer en tan poco tiempo desde que lo había encontrado, y un deseo inconsciente de ver a su hijo crecer lo invadió a pesar de que era sabía que algo así era imposible, y que debía resignarse a la idea de que volvería a ver a Matías después de tan poco tiempo de una vez por todas.
Por enésima vez, fue Morfeo quien lo ayudó a salir de sus propios pensamientos, exigiendo su atención, y él estaba más que complacido por dársela sin objeciones. No es que tuviera algo más que hacer de todos modos.
Aion Samaras le echó un vistazo más a su improvisada habitación. Todo estaba regado por una fina capa de polvo, y había una silla pegada junto a la puerta de entrada, enfrentando la cama como si el propósito de que estuviera allí fuera que alguien pudiera observar o cuidar a alguien mientras dormía. La idea le dio escalofríos, recordando que alguna vez fue Gabriel quien estaba sentado allí; se levantó de la cama y sacó la silla fuera de la habitación, guardándola en la mesa de la cocina.
Cuando volvió al cuarto, miró la otra silla de madera junto a la cama. Sobre ella posaba un libro muy antiguo, abandonado a la mitad de alguna historia. No demoró en reconocer que era una biblia, ya no recordaba la última vez que había tomado una entre sus manos.
Recordó cómo se había sentido después de que decidió que su vida se había acabado. El recuerdo del viento helado rasgando su piel y secando su sangre, mientras él yacía muy quieto con un pie flotando en el aire… mirando el vacío frente a él mientras contenía la respiración y contaba hacia atrás para lanzarse:
Tres… Dios no lo salvaría. Dos… Dios no lo perdonaría. Uno… ¿Dios existía?
Y después… dolor.
No se dio cuenta cuando estiró su brazo la biblia llegó a sus manos, pero la sostuvo firmemente, reviviendo aquel día en el que se preguntaba si Dios lo había abandonado.
Morfeo lo miraba curiosamente, tal vez esperaba que él hiciera algo, pero Aion estaba demasiado abrumado como para hacer cualquier cosa. Morfeo decidió por él. Se abalanzó sobre Aion, ladrando y afirmando sus patas contra su pecho para intentar lamer su cara y la biblia cayó al suelo. No le importó.
⸺¡Ya, ya, Morfeo! ¡Ya, estoy…!
La insistencia del can por llamar su atención hizo que Aion se tumbara en la cama de nuevo, más preocupado ahora en la montaña de pelos encima de él que trataba de asfixiarlo.
Aion reía y se retorcía mientras intentaba tranquilizarlo. Pasó un buen rato cuando un furioso golpeteo en la pared que provenía del departamento contiguo los sacó de su inofensivo juego, y Aion tuvo que bajar la voz y controlar los ladridos del perro.
⸺Ya…, Morfeo, estamos haciendo enojar a los vecinos ⸺le dijo. Morfeo no parecía perturbado por eso⸺. No quieres que el vago de la otra habitación se enfade y nos mate mientras dormimos… ⸺dijo, muy consciente que, de todos modos, sería el vago el que probablemente terminaría muerto antes de tocar a Aion, pero claro que Morfeo no sabía eso.
⸺Vamos a dormir, mañana tengo que trabajar reparando un montón de trastos para el dueño, y todo por ti.
Acto seguido se metió entre las sábanas, Morfeo se acomodó a sus pies como un guardián protector; y durmió como no lo había hecho por primera vez en años.
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Quizá hacer un trato con el dueño no había sido una muy buena idea. En el transcurso de las siguientes semanas, Aion había descubierto más temprano que tarde, que siempre había algo que arreglar y muchos problemas «técnicos» de los inquilinos de los que tenía que ocuparse: una tubería rota, un inodoro obstruido, un cable desnudo, un tornillo oxidado…
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Editado: 12.11.2024