Estaba volviéndose loco. No había otra explicación. Sam casi deseaba sentirse enfermo para justificar lo que había visto allá afuera, deseaba sentir fiebre cuando tocó su frente, pero no. Estaba fuerte y saludable, físicamente, pues eso no se aplicaba a su salud mental.
Pergamino era un pueblo gracioso. Se ubicaba en la parte más austral del estado de Ravenville. Se enteró esa misma noche, cuando rentó un cuarto de hotel y su mirada chocó con un enorme mapa local desplegado en la pared donde debía haber un televisor en su lugar.
Lo acercó un poco más. Wintercold casi no aparecía en el mapa, pero era limítrofe con Ravenville, aunque Sam no sabía que Ravenville se extendía más allá del río Pomeroy, y que tenía varios relieves y climas en un área no más grande que la de Wintercold. Debido a eso, contaba con desiertos y amplios bosques, algunas montañas y valles con lagunas cristalinas.
Así que estaba en Ravenville…
No podía ser bueno. Todavía estaba demasiado cerca de Wintercold, y es que ese estado era tan grande que casi podía considerarse un país pequeño. Era entendible si aún lo estaban persiguiendo los federales. Debía viajar más al sur, estar tan lejos de casa como fuese posible, pero podía ocuparse de eso más tarde.
Había pasado un día más desde su ayuno forzado, pero estaba dispuesto a acabar con eso. Tomó unas cuantas latas de frijoles de distintas variedades y las calentó en la estufa eléctrica que la dueña del hostal le había prestado. Luego le extendió una a Morfeo y se dispusieron a comer.
Morfeo acabó una lata, pero él devoró dos latas y media, acto seguido, se metió al baño. Lavó su suciedad, restos de hojas secas, su pelo grasoso, y se envolvió en una bata de toalla antes de tumbarse en la cama. Una vez acostado, encendió otro cigarrillo.
Había dejado de fumar muchos años atrás, y sabía que, un vicio abandonado que vuelve a hacerse hábito, la segunda vez es más difícil de dejar. No le importó.
Pensó en Gris y sus apariciones. La primera vez lo había aterrorizado. Pero recordar el espectro de Gabriel le causó un horrible escalofrío que erizó su piel.
Ellos nunca iban a dejarlo en paz. Lo entendió esa misma noche. Todo el dolor, el caos, la miseria que había pasado, también querían acompañarlo en su viaje interminable.
Supo entonces que los monstruos de la culpa, el pánico y la depresión no lo iban a dejar ir tan fácil. Empezó a hacerse la idea de que tendría que convivir con ellos por el resto de su vida.
La libertad habría sido muy benevolente si tan solo fuera eso: libertad. Ser libre de sus cadenas, de su condena, de su pasado. Pero sólo era libre para seguir sobreviviendo en un mundo que lo quería ver muerto.
Tenía lágrimas en sus ojos y su cabeza dolía horrible. Morfeo intentó distraerlo, lamiendo su rostro caliente.
Él aparto al perro y se irguió para revisar las bebidas que había robado. Sacó dos latas de cerveza, dos petacas de whisky irlandés, otra de vodka de una marca irreconocible, y una botella entera de ron. Se percató entonces de que sólo había robado alcohol.
Acomodó las botellitas en una pequeña fila sobre la mesa y las contempló por un rato, con culpa.
Tragó saliva, pensó en Gris, en su hijo, sacudió la cabeza negativamente y apretó los ojos cuando empezaron a caer más lágrimas. Quería apartar los pensamientos tan lejos como fuera posible, pero sabía que no era una buena idea emborracharse por eso.
Había estado sobrio desde que había llegado con Wally a Wintercold, y el chico se había enterado de quién era él realmente. Al día siguiente había aparecido Sebastián, pero había pasado más de un año de todos esos eventos. La verdad es que no llevaba la cuenta.
Otro pensamiento estrujó su corazón con una angustiante tristeza: su hijo ya debía tener un año.
Sam podía imaginarse el pequeño niño, muy pequeño aún, aprendiendo a caminar, a decir sus primeras palabras…, y él no estaba ahí, y no sabía quién lo cuidaba.
Ni siquiera sabía si su hijo seguía con vida, y se odió aún más por eso. ¿Cómo había sido capaz de dejarlo a su suerte? Quizá por eso Gris lo perseguía. Quizá le estaba recriminando el haber abandonado a Matías.
Sam golpeó la mesa bruscamente con la palma de su mano y agarró el whisky sin pensar más. Destapó la botella, pero se detuvo antes de llevársela a la boca.
Necesitaba apartar esos pensamientos. Lo anhelaba, pero la parte más negra de él, el verdadero Aion Samaras dentro suyo le susurraba cosas, burlesco:
«¿Qué? ¿Esto es lo mejor que puedes hacer? Eres un cobarde, llorón. Nada de esto habría pasado si no fuese porque cada maldita decisión que tomaste te condujo hasta aquí. ¡Adelante, vamos! ¡Bebe hasta perder el conocimiento como bien te gusta hacerlo! Sabes que eso no va a hacer ni una puta diferencia, no resolverá una mierda. Anda, deja que el alcohol haga lo suyo.»
Su mano temblaba alrededor de la botellita mientras la acercaba a su boca. Estaba luchando contra el impulso de tomarlo.
«¿Por qué demonios no te matas de una vez y dejas de llorar como un marica? Ojalá esto fuera un puto veneno. Intoxícate y olvida el resto. Nadie te necesita, Sam. A nadie le importas un carajo; maldito y estúpido cretino desgraciado.»
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Editado: 12.11.2024