Los pecados de nuestra sangre

Capítulo 9 Ep. 11

El edificio aún olía a pólvora y sangre cuando Aion salió a la calle.

Había cumplido: el control del complejo ahora estaba en manos de Ego. Su cuerpo ardía de cansancio, los músculos tensos, pero su mente era lo que más lo castigaba. Durante la pelea, cada golpe, cada disparo, le había servido para olvidar por segundos lo sucedido con Roma la noche anterior. Pero ahora, en el silencio que seguía al combate, su recuerdo volvía atormentándolo: su piel, su mirada herida, su reproche estrangulado en su garganta.

Había estado pensando en ella durante toda la velada sin darse cuenta. Tal vez porque una parte de él quería volver a verla.

¿Por qué no estaba en la fiesta? ¿Por qué Ego la mantuvo lejos? La ausencia de Roma en la misión era una incertidumbre que perturbaba sus pensamientos. ¿Sabía algo Ego de lo que sucedía entre ellos?

Al llegar al punto de encuentro, luego del éxito de la misión, lo recibió un silencio extraño. Aún estaba adolorido y cubierto de sangre, aunque se había lavado las manos y el rostro antes de ir a verla a ella.

El salón privado donde Ego esperaba estaba decorado con un lujo obsceno: sillones de terciopelo rojo, lámparas de cristal que iluminaban las ornamentaciones con su resplandor cálido, y al fondo, un ventanal que entregaba vistas de la ciudad nocturna. Pero la calma se sentía fría.

Aion sabía que algo andaba mal.

Egorath Dangerov estaba de pie, apoyada en el respaldo de un sillón, fumando un cigarro delgado. Tenía la elegancia de una dominatriz. Su belleza era hipnótica, casi insoportable para Aion: lo atraía hacia ella como dos supernovas a punto de colapsar, al mismo tiempo que lo envenenaba el más profundo odio hacia su persona.

El mal humor de Ego, sin embargo, era espeso en el aire, tóxico. Aion lo notó en el temblor de sus dedos al sostener el cigarro, en el brillo frío de sus ojos. No tardó en ver por qué.

Con un movimiento repentino, Ego arrojó el cigarro al suelo y levantó su pistola plateada. Sin una palabra, disparó a quemarropa contra uno de sus hombres, que cayó de rodillas con un grito ahogado antes de desplomarse. Otro intentó balbucear una disculpa, pero el segundo disparo lo silenció de inmediato. Los demás quedaron petrificados, sudor resbalando por sus sienes.

Aion frunció el ceño, retrocediendo apenas un paso. Aunque había visto horrores incontables, la frialdad con la que Ego ejecutaba a los suyos siempre lograba sacudirlo. Aquello no era un castigo: era un capricho de la mujer, la furia de una deidad herida en su orgullo.

—Perdí más de lo que cualquiera de ustedes vale en una sola apuesta —escupió Ego, su voz afilada y sombría.

El silencio fue absoluto, roto solo por el jadeo de los que aún permanecían vivos. Fue Romania, con su porte tenso y su mirada cautelosa, quien se acercó a Aion por detrás y le susurró:

—No digas nada. Está furiosa.

Aion sintió escalofríos al oír a Roma, pero en el fondo estaba aliviado de que no le había pasado nada a la joven asistente.

Asintió apenas, tragando saliva. Su instinto le pedía enfrentarse a esa brutalidad, pero su razón lo mantenía fijo al piso. Sabía que Ego podía volverse contra él sin pestañear. Aun así, no pudo contenerse del todo.

—Las apuestas… ¿valía tanto? —susurró midiendo sus palabras, buscando un resquicio para entender qué la había sacado de control.

Era una pregunta para Romania, pero se quedó helado cuando los ojos de Ego se clavaron en él. Lo había escuchado.

Sus ojos tenían un brillo oscuro, depredador. Caminó hacia él con pasos lentos, su cabello cayendo en una cascada oscura sobre sus hombros.

Sonrió apenas. No había nada de ternura en el gesto. Solo una profunda perversidad.

—No voy a hablar de eso. —Su tono seco y autoritario cortó el aire, pero sus dedos ya rozaban el pecho de Aion—. Lo que necesito ahora es olvidarlo.

Él comprendió al instante qué quería decir. El aire se volvió denso, cargado de una tensión que no se asemejaba a un deseo puro, carnal, sino una completa y oscura necesidad de canalizar la ira y el fracaso en placer físico.

Ego se inclinó hacia su oído, su perfume intenso y punzante lo envolvió.

»—Dame eso, Aion. Hazlo ahora.

Aion cerró los ojos un instante, sintiendo el amargo sabor de la trampa en su boca. Sabía lo que eso significaba: tenía que reducirse a un juguete, a un calmante para una mujer que había asesinado a sus propios hombres segundos atrás sin pestañear.

Su hijo, Roma, su propia dignidad… todo ardía dentro de él, desmoronando su ya frágil y escasa dignidad. Sin embargo, la fascinación por Ego lo desgarraba. Suspiró, resignado. No era el momento para desafiarla. Si quería seguir vivo, si quería acercarse a su hijo, debía soportarlo.

Sintió cómo Roma y el resto de los hombres se retiraban para dejarlos solos. Aion sintió una punzada de culpa por hacer que Romania supiera lo que iba a suceder allí dentro a solas con Ego, pero no dependía de él en este momento.

Una vez solos, Aion empezó a desabotonar su camisa con lentos movimientos. Cada botón que se soltaba era un recordatorio de cuánto había perdido de sí mismo, de cuánto la culpa lo devoraba.




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