Los pecados de nuestra sangre

Epílogo

Hablaba por teléfono con Iván luego de regresar de una misión que él no pudo declinar. Iván lo había ayudado a acabar con Ego y a rescatar a su hijo, pero Aion presentía que estas pequeñas misiones bajo la etiqueta de “favores” serían moneda corriente de ahora en más.

No le importó colaborar. Le gustaba mantener su mente ocupada y nunca estaba de más conocer las novedades policiales de la ciudad.

Cortó la llamada y aceleró un poco más. Esta era su parte favorita de su rutina. Terminar con su trabajo y volver a casa con Nevan mientras ponía a Dante al día.

Sonaba una canción popular en la radio mientras él bamboleaba sus dedos en el volante. La carretera hacia Hyoga Village estaba desierta, como siempre. Aion conducía con la ventanilla entreabierta, dejando que el aire frío de la noche le despejara la mente.

Quería paz. La necesitaba después de tanto haber luchado.

Extendió la mano hacia el tablero del auto para tomar un cigarrillo, pero su mano chocó con otro objeto que había olvidado allí hace un tiempo. Retiró la mano y lo vio: rodando suavemente con cada curva, descansaba el bolígrafo verde de Ego. El mismo que ella siempre llevaba consigo. El que le había entregado antes de exhalar su último suspiro.

Aion lo tomó entre los dedos, girándolo con lentitud. El metal tenía un brillo extraño bajo la tenue luz del coche. Sus manos temblaban sin quererlo.

Al llegar a casa, se deslizó hacia una silla del comedor, todavía jugando con aquel bolígrafo como si buscara un sentido oculto en su peso. Entonces lo notó: una pequeña hendidura apenas perceptible en el armazón.

Frunció el ceño. Con un chasquido, deslizó la pieza y reveló un conector diminuto, diseñado para acoplarse a un monitor o dispositivo.

Su mirada se ensombreció. A Ego le gustaba esconder ventajas en bolígrafos, al parecer…

Ego se lo había dado por alguna razón que quería que él descubriera.

Se fue a su oficina y conectó el bolígrafo al ordenador principal. La pantalla parpadeó. Archivos encriptados aparecieron, y entre ellos, una carpeta con un solo acceso directo.

Aion respiró hondo y abrió el archivo.

La imagen que emergió lo dejó helado: el rostro de un adolescente, de unos quince o dieciséis años. El muchacho tenía el cabello oscuro, los ojos grises penetrantes, y un parecido alarmante a él mismo… y aún más a Gabriel.

Su pecho se apretó con violencia. De pronto se quedó sin aliento. La etiqueta bajo la imagen lo fulminó con la misma fuerza con la que habría recibido un disparo:

Floryan Samaras Dangerov.

Aion se levantó de golpe, apartando la silla con un chirrido áspero contra el suelo.

Sintió que el aire se le escapaba de los pulmones, y habría sido menos terrible si hubiese recibido un puñetazo en el estómago.

Ego… ¿y Gabriel? Un hijo oculto. Un legado que jamás había imaginado.

Los dedos de Aion temblaban cuando rozó la pantalla con dedos temblorosos, como si pudiera tocar el rostro del muchacho. Un sudor frío le relamió la espalda. Aquel maldito apellido ⸺Dangerov⸺ no iba a volver a abandonarlo. Peor aún, ahora estaba inevitablemente relacionado al suyo, a su legado… No. Al legado de Gabriel.

Floryan.

La pantalla seguía mostrando el rostro de aquel muchacho, estático, como si lo observara desde el otro lado de una línea del tiempo paralela a la suya. Aion se dejó caer de nuevo en la silla, con la frente apoyada en las manos, temblando.

De pronto, un recuerdo lo golpeó. La noche en que escuchó por accidente a Ego hablar por teléfono en secreto, oculta tras una puerta entreabierta. Ella hablaba en voz baja, sin el filo de acero que solía llevar siempre, sino con una fragilidad que le resultó incomprensible en su momento.

Era la primera y única vez que Aion la había sentido humana. Entonces pensó que era un error, que Ego podía ser débil en algún punto. Buscó ese flanco durante meses, durante cada enfrentamiento, en cada palabra que decía… y jamás lo encontró.

Y ahora solo después de verla morir, descubría la verdad: Ego siempre había tenido su punto débil. Su hijo.

Un hijo que ahora respiraba. Un hijo con el rostro de Gabriel.

Un tal Floryan Samaras

Aion tragó saliva con dificultad, un sabor amargo inundándole la boca.

⸺Maldita sea… ⸺murmuró entre dientes, golpeando la mesa con el puño.

Cerró los ojos, pero la angustia no se disipó. Porque lo siguiente lo golpeó aún más fuerte. Ese chico… no era solo hijo de Ego. También era hijo de Gabriel.

El varón que Gabriel siempre había soñado tener. Un descendiente real.

El veneno se esparció en su pecho. La comparación fue inevitable. El peso de la verdad se le hizo insoportable. Él, Aion, nunca había sido más que un sobrino adoptado. Gabriel lo tomó, sí, lo crió, lo moldeó ⸺para bien o para mal⸺ como a un hijo… pero en el fondo, jamás dejó de ser prestado. Siempre hubo un abismo. Y ahora, frente a sus ojos, aparecía la imagen viva de lo que Gabriel realmente hubiese querido.




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