Los pecados de nuestras manos

Praeludium

En la azotea del hotel se hallaba un hombre. Ya muerto.

Yacía de pie justo en la orilla, contemplando el vacío. 

En ese fúnebre panorama de la ciudad, la muerte le sonreía, mostrando sus dientes. Pero esta vez, él iba hacia ella y no al revés, e iba a dejarse abrazar por su fría oscuridad. Era lo único que le quedaba. Desaparecer de este mundo físico, pues dudaba que aun su alma siguiera con él.

Subió primero un pie en la cornisa y, temblando, subió poco a poco el otro hasta que estaba a centímetros del precipicio. Sus manos tiritaban, su aliento caliente se elevaba por encima de sus ojos, el aire le hacía cosquillas en su pecho descubierto.

El cielo estaba nublado, sus ojos grises estaban nublados, el frío agravaba el dolor en sus huesos. Otra vez, era el frío el que nacía de él y no al revés.

Su pulcra camisa de lino blanca estaba manchada con un líquido oscuro que se secaba rápidamente; podía decirse que el traje negro le quedaba perfecto con ese toque sangriento.

Prendió un cigarrillo y sería el último que saborearía. Los minutos pasaron aplastando su corazón mientras una avalancha de pensamientos lo hundían más y más y le convencían a cada segundo de que esto era lo mejor.

Pensamientos se apretaban en la coronilla de su cabeza y sus sienes como alambres de púas rabiosas y le infligían mucho dolor. La muerte ensanchó su macabra mueca de diversión, y él le sonrió de vuelta.

Su sonrisa se desfiguró al darse cuenta de cómo había dejado que las emociones, aquellas que se había esmerado tanto en esconder toda su vida, brotaran de él y lo condujeran a su profunda e inevitable depresión.

En sus propias palabras le podría haber puesto a esa trágica situación «la gran ironía», y si hubiese pensado un poco más en esa ironía, habría notado que su vida iba a terminarla él mismo, justo como su madre lo hizo.

Tal vez tampoco iba a salvarse después de todo.

Un racconto de recuerdos lastimosos golpeó su mente, uno tras otro.

Él se permitió pensar en cada persona que había asesinado o, aunque no mucho mejor, cada persona que había salido lastimada y al borde de la muerte por su culpa. Algunos eran conscientes de su miseria, pero otros pocos fueron afortunados de no conocer sus propias desgracias y habría deseado ser uno de esos últimos.

Parpadeó para contraer las lágrimas y observó cada edificio por interminables minutos hasta que un murmullo se abrió paso por su garganta y sonrió amargamente al darse cuenta de lo que contemplaba.

Después un susurro de risas histéricas se convirtió en una fuerte carcajada inoportuna y dolorosa que brotó desde lo profundo de sus entrañas, haciéndole curvar la espalda.

Luego de varios convulsivos minutos, cuando por fin la risa había muerto dejando solo una lánguida sonrisa como señal de su existencia, sacudió la cabeza y arrojó la colilla al cemento.

«La ironía no se acaba» pensó, y antes de alzar un pie al vacío, pronunció solo cuatro palabras.




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