Los pecados de nuestras manos

Capítulo 1 Episodio 1 - "TV a color"

«Por el tercer homicidio en lo que va del mes, la policía pide a los ciudadanos de Wintercold que mantengan la calma»

Era el enunciado de las noticias esa mañana. Sus pies trastabillaban en el suelo. Tenía una expresión consternada, incapaz de quitarle los ojos a la pantalla.

Pero no era porque el periodista estaba hablando del homicidio de un vago en el cementerio de trenes de la ciudad, no era porque la inseguridad en las calles aumentaba junto con la paranoia colectiva, y no era porque se trataba de un nuevo asesino en serie del que la gente comenzaba a preocuparse cada vez más; si no por algo mucho más doméstico y ordinario que eso.

—Ahora solo veo gris —dijo, solo en su sala, acompañado de un atroz silencio que lo puso aún más inquieto.

—… ¿De verdad? —Desde el otro lado, su amigo hacía las reparaciones.

—¡Sí!

—… Revisa ahora.

—¡Sigue igual, se ve gris! —refunfuñó, rastrillándose el pelo con los dedos y miró el reloj sobre la puerta principal.

«Maldita sea».

Apenas habían conseguido un viejo televisor para poder distraerse con algo que no fueran las revistas que Sebastián traía cada semana, o jugar blackjack sin apostar nada, porque eran un par de chicos de clase baja que con suerte pagaban sus préstamos universitarios y esa triste residencia. Su sueldo de enfermero en el hospital era apenas un suspiro de alivio, pero al menos habían podido comprar el televisor… Lo que fue algo decepcionante, aunque no quería admitirle eso a su amigo.

»¡Olvídalo, Seb, vamos a tener que ver películas en blanco y negro como en los años cuarenta! —gritó. Se sentó en el desgastado sofá de la sala, que estaba allí desde antes de que él llegara, y que le daba al lugar un aspecto deprimente y mortecino. Y, meditando en esto, dijo—: Es mejor que nada.

Esa casa era mejor que nada y peor que cualquier otra vivienda en aquella urbe de concreto. Oyó a Sebastián resoplar mientras se asomaba por el pasillo a la izquierda del armatoste.

—Al menos funciona —dijo encogiéndose de hombros, y balanceaba la llave con la que había estado por más de una hora tratando de reparar el cable que pasaba a través de la pared falsa.

Sus ojos azuliverdes miraban fijo la parpadeante pantalla mientras cambiaba los canales que, hasta entonces, seguían viéndose iguales.

¿En qué podría estar pensando? Tal vez en que tampoco quería admitir que la compra había sido un rotundo fracaso…

»¡Mira, podemos ver Hombres de Negro!

—No es Hombres de Negro.

—¡Claro que sí! ¿No lo ves? —Sebastián lo miró con una sonrisita—. Sería Hombres a Todo Color si pudiera arreglar el maldito cable.

—Y ahí está. —Él rodó los ojos, inclinándose hacia atrás en el sofá—. Sabía que dirías una estupidez como esa. ¿Por qué sigo esperando que dejes de ser un payaso?, ni siquiera eres gracioso.

—¿Es una pregunta o una afirmación?

—Eso depende de ti.

—… Podríamos haber comprado como tres six–pack de cervezas y un montón de pizza con el dinero que nos costó este cacharro viejo —dijo Sebastián, contemplando el control remoto en su mano.

—No sé si es peor ver películas monocromáticas o aguantarte ebrio.

—Bueno… —Sebastián caminó al refrigerador en busca de la única cerveza que quedaba—. Puedes estar viendo una película monocromática junto con tu amigo ebrio.

—Siempre encuentras la forma de hacerlo mucho peor, ¿cierto?

—Es algo que me sale natural. No es que cueste mucho sacarte de quicio.

«Eso es verdad».

—Te odio —le dijo, viéndolo beber el líquido rubio y frío—. Dame eso. No puedes fastidiarme si yo también estoy ebrio.

—No nos pondremos ebrios los dos con una sola cerveza, Aion.

«Eso también es verdad», reflexionó.

—Es la idea, genio. —Le arrebató la botella y bebió sin pensar demasiado en los recuerdos que le traía su gusto amargo y arrugó la nariz cuando se la devolvió a su amigo—. Además, no podemos embriagarnos.

—¿Por?

—Mañana empiezan las clases.

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Parecía inhumano conseguir un poco más de tiempo cuando había que trabajar de enfermero y llegar a tiempo a tomar clases ese lunes. Pero lo hizo.

Al final del día, fue sencillo. Es decir… Solo tenía que sacrificar un poco más de horas de sueño —las cuales ya había reducido casi a la mitad del tiempo que una persona promedio debe dormir—, olvidarse de mantener una vida social —aunque tenía un solo amigo, uno odioso, pero que nunca estaba cuando él llegaba a casa al anochecer—, y comer de pasada en algún sitio en cinco minutos sin atragantarse.

Aion Samaras llegó empapado a su cátedra de Teoría II en la Facultad de Letras, que ya había empezado. Caminó silenciosamente entre sus compañeros y se sentó junto a la puerta secundaria que daba al patio lateral. Estrujó su camiseta de raglan estropeada por la lluvia, y se dispuso a tomar apuntes sin más. Rutina, bendita rutina. Pero la mano que se asomó en su visión periférica momentos después, estaba lejos de ser algo que sucedía todos los días.




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