Los pecados de nuestras manos

Capítulo 6 Ep. 6 - "Mentirosa con licencia"

Aion cierra la boca.

El hecho de que no haya conocido a Gabriel antes puede significar dos cosas: la primera, que su padre no quiere que nadie excepto Helena tenga nada que ver con él porque, a pesar de ser su hijo, jamás lo quiso. O la segunda, que Víktor Samaras sabe bien de lo que es capaz su hermano y lo está protegiendo de él.

«Supongo que lo descubriré yo mismo», piensa mirando fijo a Gabriel. 

—Bueno, no tiene por qué saber que estoy aquí contigo. 

—¡Qué sorpresa, siempre tienes las palabras justas qué decir! ¿O nada más estás diciéndome lo que quiero escuchar?

—Solo estoy jugando las cartas que me has dado.

—Astuto. —Gabriel borra su sonrisa y lo mira de arriba abajo antes de girar en sus pies para irse—. Nos vemos en la mañana. Será mejor que encuentres algo qué hacer si no quieres aburrirte. Pero creo que Dante te ayudará con eso más tarde.

—¿Y eso qué se supone que significa?

—¿No escuchaste? Significa que no me vas a ver por el resto del día. 

Aion se queda parado en medio del gimnasio y recorre con la vista todas las máquinas de ejercicios sin tener una remota idea de cómo funcionan la mayoría de ellas pero no le importa. Lo interesante está en la biblioteca. “Su biblioteca”.

De a momentos, se detiene en el pasillo para mirar uno que otro cuadro de pintura y trata de abrir algunas puertas.

—Todas están aseguradas con llave, joven señor —la voz calma del viejo canoso resuena en la biblioteca.

Aion camina, aun descalzo, y lo encuentra bebiendo una sutil taza de té con el periódico en sus manos, y sus lentes redondos posados sobre un elegante paño de gamuza. Dante deja el periódico sobre la mesa mientras le sonríe desde donde está sentado.

—¿Tan pronto se ha ido Gabriel? —Pregunta afable.

—Sí, él me dijo que me vería mañana. 

—Ah, no se preocupe, él siempre pasa mucho tiempo fuera de casa —dice Dante con sosiego.

La serenidad que tiene el hombre es exasperante. Todo ahí es demasiado correcto excepto él, que de pronto se siente sucio, inútil, y un estorbo en ese lugar tan pulcro y perfecto.

Nada en su vida había sido así de bueno, no hay nada más de qué preocuparse en esa casa excepto él mismo y sus propias voces internas. Es... ridículo pensar que el único problema que hay en esa casa es el extremo orden y la irritante impavidez de Dante.

—¿Y usted siempre pasa mucho tiempo fuera de aquí, como él? —dice despectivo—. No lo vi a usted cuando llegué aquí ayer.

—Estuve de viaje —contesta Dante inalterable. Hasta sus escuetas contestaciones se le hacen molestas.

—Me pregunto qué clase de persona es usted como para que alguien como Gabriel confíe ciegamente —dice con brusquedad—, sospecho que él no es un buen hombre, ni ejemplo a seguir. Así que ¿por qué debería yo confiar en usted?

Se le forma un bolo en la garganta porque no se siente correcto actuar así, intentando corromper a este hombre para demostrar que es igual que él y que también tiene algo malo que desea esconder.

Quiere que Dante le grite, que lo mire con descrédito o que empiece a reírse con malicia, y eso es lo que espera; pero el hombre de cabellos blancos permanece inconmovible, con su mirada azul fija en sus ojos sin mostrar un solo gesto de ofensa.

—Conozco a su tío desde hace mucho tiempo. Yo no pedí su confianza, él me la dio y fue un regalo que acaparo con mucho aprecio. No muchas personas son dignas de ganarse la confianza de un Samaras, su gente es... —El anciano hace una pausa y sin siquiera parpadear, una casi desapercibida sonrisa asoma en su rostro arrugado—. En fin, habrá un día en el que usted también confiará en mí. Tanto o más como él lo hace.

—Eso es casi lo que Gabriel me dijo. 

Aion Samaras observa al anciano, todavía sin saber por qué se le hace familiar. Sus líneas de expresión son profundos surcos alrededor de sus ojos, en su frente y su boca.

Por todo lo que el rostro de Dante muestra, en su juventud había sido un hombre que había sonreído mucho, que se había asombrado y había vivido una vida feliz. Y cada emoción intensa se había grabado en su rostro.

Él vislumbra mentalmente su propia imagen en el espejo. Todavía es joven, sí. Aún no puede ver sus emociones grabadas en su rostro, excepto por los dos surcos que se le forman entre las cejas: las líneas de expresión del enfado y la sospecha. Y en sus ojos hay algo más lóbrego que es mejor no observar por mucho tiempo.

Dante todavía lo está mirando cuando alza la vista, y él no sabe qué más decir. Así que intenta ignorar su expresión tranquila y su sonrisa aparentemente honesta, dirigiéndose a uno de los estantes repletos de libros.

—¿Qué es lo que le preocupa, joven señor?

—No me llame señor —dice él de espaldas.

—¿Cómo, entonces?

—Solo dígame… Sam. Ya no me importa... 

—Bueno, joven Sam. Por mucho que desee saber lo que está sintiendo —dice Dante con una voz dulce, mientras se acerca a él—, sé que recibiré una respuesta poco agradable.




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