Los pecados de nuestras manos

Capítulo 7 Ep. 3 - "El viento que susurra tus mentiras"

«Mientras no estés conmigo vas a hacer lo siguiente: me llamarás cuando estés completamente solo y te asegures de que no hay nadie cerca. Dante pasará a recogerte en este mismo auto en un horario entre las tres y las cinco de la mañana, yo te enviaré una ruta para que sigas sin que nadie te vea y te diré dónde vas a esperarlo».

Aion repetía las indicaciones de Gabriel luego de que lo dejó a tres cuadras de la residencia de Gris.

«Y con respecto a ella…, le gustas; sácale provecho a eso. ¿Entiendes?»

Él camina lento, sus músculos le reclaman adoloridos después del tercero de muchos días de entrenamiento con él. El despiadado aire congelado mece su cabello y es tajante contra su rostro.

«Que te dé más información o de lo contrario solo está estorbando. Nadie es tu amigo. ¿Está claro?»

­­—Está muy claro —musita Aion con frío, parado frente la entrada. La casa de Gris no es llamativa, pero es mejor que la que él y Sebastián habitan. La voz de Gabriel susurra en su mente: «Bien. Entonces ve y haz lo que tengas que hacer».

Eso fue lo último que dijo su tío antes de marchar de regreso a casa con un humor de mierda. La puerta blanca asegurada con llave no es problema para él, aunque sí la facilidad con la que logra entrar. Algo sorpresivo de descubrir, considerando que ella es una agente federal… o eso es lo que su tío quiere que crea. El punto es que, si realmente es una, él lo averiguará de primera mano. Por eso insistió tanto a Gabriel para que lo llevara. Y este, luego de llamarlo «Πεισματάρης σαν γάιδαρος» o lo que era igual a «testarudo como un burro»[1], aceptó a regañadientes y por eso ahí está, irrumpiendo en casa de Gris sin arrepentirse de nada.

Aion exhala profundamente cuando el calor invade su cuerpo. Tiene la nariz congestionada y roja, la cara le duele cuando pasa sus manos igual de gélidas, y avanza con sigilo. De antemano sabe que Gris está en el trabajo —gracias también a la ayuda de mala gana de Gabriel—, y barre el lugar con sus ojos. Hay un bate de béisbol en el canasto con los paraguas junto a la puerta. El pequeño foco azul de la alarma desconectada al sistema de la casa —gracias a Gabriel una vez más—, parpadea sobre su cabeza junto al reloj analógico de madera. Un rifle Manchester de 1980 yace sobre la estufa a leña y una vieja, pero conservada alfombra de cuero, cubre la sala donde tiene un sofá verde frente a la tele.

Aion Samaras da pasos lentos y silenciosos, estudiando aquellas migajas que le dicen que Gris es policía. Va hasta la pequeña cocina, y repasa muy por encima la pequeña mesada redondeada. Los cuchillos de carnicero están prolijamente ubicados sobre el reposa-cubiertos, listos para ser usados o ser lanzados por el aire hacia un objetivo cuando fuera necesario. Aion pasa un dedo por los elegantes cabos de cuero curtido y saca uno para admirar el trabajo del tallado a fuego. Lo deja exactamente donde estaba. La pequeñez de la sala le inspira cierta comodidad y calma. No es una casa ostentosa y fría como la de Gabriel, ni es sofocante y deteriorada como la de Seb y él.

Acariciando la madera barnizada, se sienta a la mesa. Sus dedos tímidos se deslizan, eróticos y delicados por la orilla y luego por debajo, jugando con ambas manos, palpando la textura suave… hasta que siente el predecible algo que no encaja con la regularidad de la contextura lisa de la madera. Sus labios se curvan en una sonrisa pervertida mientras mueve cuidadosamente los dedos, hasta que oye el clic que desprende el arma escondida ahí abajo. Aion la alza sobre sus ojos para observar la pistola de bajo calibre en la brillante luz de la lámpara, poco impresionado por el corriente modelo. Una mueca de desinterés se le forma en la cara antes de dejarla en su lugar de nuevo. Al menos no es el único paranoico de la ciudad que esconde armas en su casa, y que Gris también sea así le da cierta tranquilidad. Justo al lado del soporte oculto para el arma, hay un botón que prefiere no tocar. Debe ser una alarma de pánico silenciosa.

Sus fríos ojos se estrechan alegres al ver las fotografías sobre el pequeño armario del pan: una pequeña niña dulce, cabello dorado como el sol y de brillantes ojos verdes, acariciando un gato negro con ojos del mismo color mientras ríe mostrando sus primeros incisivos muy separados. Pero la sonrisa de Aion se esfuma cuando ve que, al lado de ese retrato, hay otro cuadro donde ella está con un diploma y traje de graduación, junto a un hombre grueso, alto y feliz que aún no tiene marcas en su cara: Eric.

Una gran traición lo golpea en ese momento. Aion exhala con fiasco y cruza por delante de la estufa que aún emite su calor moribundo, y va hacia el angosto pasillo hasta la habitación que es ligeramente más fría. Todo es de color pastel. Una mezcla multicolor de tonos lechosos y claros que, si no fuera por el inequívoco olor a café y cigarros, podría pasar como un cuarto para niñas.

«Café y cigarrillos», piensa él. Es tan típica esa combinación en el entorno de policías y detectives… ¿a qué huele un criminal entonces? Aion se sienta en la cama con calma y agarra el perfume sobre la mesita de luz.

La vie… est belle[2] —murmura acercando el frasco a su nariz y aprieta el botón por accidente. Una áspera cortina de la fresca fragancia floral lo ahoga y lo hace toser ligeramente, pero se resiste al impulso cuando cree oír algo desde el pasillo.




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