La oscuridad en su habitación a la que poco a poco se está acostumbrando lo hace sentir muy solo. Aion despega un ojo con dificultad y de inmediato le pide a Pandora que abra las ventanas para refrescar el cuarto que, a la luz del día, es mucho más grandioso de lo que ya lo es. Un fuerte dolor de cabeza le aqueja, sus músculos le reclaman más descanso; Aion frota su otro ojo que parece estar pegado con una cáscara seca y se dirige al baño.
Cuando ve su rostro en el espejo, recuerda lo que hizo la noche anterior. La cáscara rojiza y seca atraviesa su cara, y todo él está manchado con la sangre del hombre asesinado. Su cabello negro forma duras hebras empastadas con el fluido seco; asqueado, se mete a la ducha de inmediato. El color rojo pronto lo invade todo mientras restriega su cara y su cuerpo con ahínco hasta descubrir la contrastante palidez de su piel.
Una vez terminado ese show sangriento, comprueba su aspecto en el espejo: parece más pálido, su cabello crece grasoso y chato, sin gracia. Unas cuantas magulladuras en su torso y brazos a causa de los combates cuerpo a cuerpo con Gabriel refulgen cual tatuajes; sus ojos reflejan el agotamiento, la falta de sueño constante y una creciente e inexplicable agitación. Y es que, en la casa de Gabriel, siempre hay un favor que hacer o una orden que seguir.
«Es un jodido dictador», piensa, y prepara la crema para afeitar, una cuchilla, y la ropa que usará ese día; ya veintiséis de diciembre. Cuando está listo, sus ojos cruzan las sábanas sucias con sangre y rápidamente las quita haciéndolas un bollo debajo de su brazo.
—Me pregunto si… —comienza Aion, de pie y descalzo en medio de su cuarto con el pelo aún empapado, formulando una idea que se esfuma tan pronto como oye una débil melodía que le hace plegar el entrecejo, e intenta averiguar de dónde es que proviene ese sonido.
El ahora renovado Sniper se aproxima con cautela hacia el sonido que, al parecer, proviene de su guardarropa, y al abrirlo reconoce la música de inmediato: es su viejo celular móvil, el que usaba habitualmente antes de que Gabriel le entregara uno nuevo.
Aion indaga dentro del mueble, corriendo unos cuantos colgadores y enciende una pequeña lamparilla que le permite ver el interior. Hay tres grandes compartimientos debajo de las perchas repletas de la sofisticada indumentaria que Gabriel consiguió para él; y debajo de estos compartimientos, junto a una colección de distintos calzados, reconoce el equipaje que tenía cuando llegó; lo cual indica que Gabriel ya confía en él lo suficiente como para devolverle sus cosas.
Aion se asegura de que todo esté justo como lo había dejado. Sus cuchillos, el rifle, su móvil, todo está ahí; y aún faltan algunas cosas que debe ir a buscar a su apartamento. El tan temido Sniper da un brinco del susto cuando su celular empieza a hacer ruido de nuevo y contesta sin titubear.
—Eres un ¡cabrón, hijo de perra! —declara la voz furiosa desde el otro lado.
—… ¿Sebastián?
—¡No, el maldito Santa! ¡Claro que soy yo!
—¿Qué te pasa, estúpido?
—Te diré lo que me pasa. Pasa que me dejaste varado en una montaña en Saint Vincent, a dos días de tu maldito cumpleaños… ¡que tú mismo habías organizado!
—… Ah, entonces «eso» es lo que había olvidado.
—No inventes. ¿Cómo que lo olvidaste? ¡Voy a matarte!
—Seb…
—¡Y no me vengas con excusas, Samaras! ¿Tienes idea de lo imbécil que me sentí cuando no llegaste?
—Es… Espera un momento, deja que lo arreglemos…
—Y como si fuera el colmo ¿qué crees?, vuelvo a casa y no estás por ningún lado, ¿dónde estás, tramposo? ¿Estás huyendo de mis puños?
—Seb, amigo… —exhala Aion, presionando un dedo en su entrecejo para aliviar la tensión—. Por favor, no seas tan dramático.
—¿Sabes dónde puedes guardarte el drama? ¿Quieres que te lo diga? ¿Te lo digo? Te lo diré: te puedes guardar el drama en-
Aion Samaras corta la llamada antes de que Sebastián siga blasfemando, y mira su celular con incertidumbre. Cierta rigidez entumece sus hombros.
—Carajo… —masculla mordiendo la piel de sus labios. Y al notarse otra vez de pie, descalzo y con el pelo mojado comenzando a hacer un charco en el piso, añade con sátira—: Bonita forma de arrancar el sábado.
Bueno. Ahora tiene un amigo furioso al que le debe muchas explicaciones y un bollo de sábanas ensangrentadas bajo el brazo.
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—¡Te cortaré la garganta! —grita Sebastián a su celular, pero su amigo ya ha colgado—. Idiota… «No seas tin drimítiqui» —se burla con desprecio al mismo tiempo que alguien llama a su puerta y él abre sin prestarle atención al rostro sonriente que se le presenta.
—Buenos días.
—Buenos… días —duda él al alzar su mirada y dar con el oficial—. ¿Qué se le ofrece?
—Doy por hecho que me recuerdas. —La sonrisa del hombre se ensancha. Es ese policía que anda con ese otro oficial grande y alto… «¿Cómo era su nombre? Eric. ¿Y el de este? ¿Juan? ¿Fabián?»—. ¿Hay alguien contigo? —pregunta «Adrián».
Seb gira para echarle un vistazo a su apartamento. El celular que arrojó con furia hace un momento descansa sobre el sofá y, en general, todo está hecho jirones en la sala. Ropa y cosas personales de Aion están desparramadas por el piso, las abundantes revistas que él ha traído ya casi por puro impulso acumulador y compulsivo, permanecen intactas sobre la mesa de la cocina. A lo lejos, por el pasillo, puede ver que el cuarto también está desordenado. La cama de Aion cruza el paso y un cajón emerge entreabierto desde el suelo, mal colocado, como si Aion hubiese sacado sus cosas con mucha prisa, algo que no es natural y que le envía algunas señales de alarma.
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Editado: 06.09.2024