Los pecados de nuestras manos

Capítulo 8 Ep. 5 - "Destruir al Caballo, engañar a la Reina"

Está resultando mejor de lo que esperaba. Gabriel mantiene la calma mientras va a la oficina de Eric. Cuando ve en la sala de enfrente a Dante siendo interrogado, asiente hacia él levemente. A grandes rasgos, todo está yendo de acuerdo al plan. Gabriel Samaras sonríe para sí mismo dando dos golpecitos a la puerta y luego un tercero antes de entrar.

—¿Eric? —llama encontrando a su amigo tirado en el piso y se apresura a ayudarlo—. Mierda, ¿qué te pasó?

—Estoy bien —declara el hombre limpiándose la boca con el dorso de su mano. Y a Gabriel no se le pasa la mancha roja en ella ni las gotitas en el piso. 

—No te ves bien, amigo. ¿Qué tienes? ¿Esto es… sangre?

—¡Estoy bien! —protesta Eric, pero Gabriel niega con la cabeza en desacuerdo. 

No es cosa fácil alzar a Eric Ross, pero con esfuerzo le ayuda a incorporarse para que pueda tomar asiento. Ambos cruzan una mirada encubridora, como si los dos supiesen que es una completa farsa creer que nada sucede pero no es el momento para hablarlo abiertamente. Gabriel reflexiona en eso unos segundos más y luego toma asiento en el lado opuesto del escritorio. 

—Sabes que puedes contar conmigo, ¿verdad? —murmura con delicadeza, pero Eric aparta la mirada rápidamente y se acomoda bien detrás de su escritorio.

—¿Dónde has estado? —pregunta el agente Ross con una tos húmeda e incómoda. Entonces Gabriel inhala profundo y afirma sus codos sobre la mesa, llevándose ambas manos a su rostro.

—Reportaron un homicidio cuando venía para acá, un oficial caído de un balazo —dice encorvado y se detiene un momento—. Uno de los nuestros.

—Jesucristo —, se lamenta Eric—. Este ha sido un sábado espantoso.

—Estoy de acuerdo. Pero me preocupa más tu salud ahora —dice Gabriel estudiándolo. 

El jefe de la unidad 107 está pálido y agotado. Pese al oscuro color de su piel, su apariencia es anémica, como si toda la sangre se le hubiera estado drenando lentamente, y con ella toda la vitalidad y la energía de su cuerpo. Tiene unas ojeras oscuras y los dedos flacos y huesudos de sus manos entrelazados sobre su abdomen. Su piel ha tomado un color amarillento desagradable, similar a los que tienen los cadáveres hinchados y descompuestos.

—No es nada —farfulla Eric, pero es obvio que algo malo pasa, y lo está matando.

—Ajá… —Gabriel asiente con escepticismo, y les echa un vistazo a las botellas de whisky vacías y escondidas inútilmente en una caja debajo de la cafetera que ha estado allí siempre.

¿Cúantas botellas llenas le quedarán de esa docena que él había encontrado cuando no había nadie allí? ¿Siete, tal vez... seis?

—¿Dónde está Iván? —pregunta, observando bien las expresiones que hace Eric. Pero su cara no es más que una mirada perdida en el vacío y un par de labios estrechos antes de contestar.

—No lo sé —dice tajante, pero eso no es cierto.

Gabriel es consciente de que Iván lo está siguiendo en un juego inútil del gato y el ratón, que no lo llevará a ningún lado más que a su muerte, en las manos de Aion; y sonríe ante el pensamiento. Para cuando esta conversación termine, Iván estará muerto.

… O al menos eso creía hasta que lo escucha hablar. 

—Ya estoy acá, ¿me buscabas? —dice el rubio con severidad, y él y Eric dirigen su mirada de sorpresa hacia él al mismo tiempo.

«Bueno, pero qué conveniente», piensa Gabriel, y se riñen en un absurdo intercambio de cuestionamientos.

—¿Dónde estabas?

—¿Dónde estabas tú? —Iván se cruza de brazos.

—¿No deberías responder mi pregunta primero? —Gabriel.

—¿No crees que suena muy estúpido responder una pregunta con más preguntas? —Iván.

—¿Acaso no estás haciendo lo mismo? —Gabriel.

—Ya basta. —dice Eric. Y los otros dos dirigen su mirada a él—.  Los dos parecen idiotas. Dios mío.

—Estaba ayudando a nuestro amigo aquí, mientras te paseabas por la ciudad —contesta Gabriel—. ¿Qué hacías tú?

—Te estaba siguiendo —responde Iván con frialdad. Entonces busca el GPS en su chaqueta y lo arroja al escritorio con desprecio, lo que hace que el dispositivo se rompa en pedazos y sus componentes vuelen por el suelo.

Gabriel mira ceñudo primero al aparato y luego a él.

—Siento que debería protestar en el nombre de la tecnología —declara. 

—No quiero escuchar tus brillantes comentarios, Franco —masculla Iván molesto—. ¿Por qué no quitaste el rastreador de tu auto?

—¿Disculpa? Para empezar, ¿por qué pondrías un rastreador en mi auto?

—Oh, aquí vamos de nuevo. —Iván rueda los ojos—. Respondiendo con otra pregun…

—No sé de qué hablas —le interrumpe Gabriel—. ¿Qué rastreador?

—Puse un rastreador en tu auto y apareció ese sujeto de allá conduciéndolo —dice, señalando a Dante tras la ventana.

Gabriel arquea las cejas.




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