Los pecados de nuestras manos

Capítulo 9 Ep. 4 - "Algoritmos"

Las náuseas acuden como ráfagas removiendo sus tripas cada vez que el pensamiento lo atormenta. Aion procura mantener la cabeza en blanco, fracasando espléndidamente mientras intenta recuperar el control de sus emociones.

Aunque no es capaz de mirar a Gabriel cuando este aparece, las preguntas salen de su boca sin siquiera detenerse a formularlas.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —cuestiona. El color poco a poco regresa a su cara—. ¿Ahora resulta que eres una especie de padre?

—Prácticamente lo soy —dice Gabriel.

—Esto era innecesario.

—No me habrías creído ni una sola palabra si no lo hacía de esta manera.

—¿Y por eso piensas que voy a confiar ciegamente en ti? —Su voz se altera de nuevo—. ¿Luego de destruir mi fe en la única mujer que intentó ser una madre para mí? Ahora que sé que soy algo peor que un bastardo, ¿quieres que llore y te dé un abrazo y confíe en ti?

—No tienes otra opción —contesta Gabriel con frialdad.

—¿Cuántos secretos más necesitas contarme sobre mí mismo para destruirme por completo?

—No seas cínico conmigo, Aion. No es a mí a quien debes odiar. ¿Crees que disfruté diciéndote todo eso o que me hace sentir orgulloso ser el que destapa toda la basura que hicieron tus padres?

—No te pedí que lo hicieras. Esa fue tu decisión. Y te hago culpable por eso —sentencia Aion. Su supuesto padre guarda un silencio reflexivo antes de cruzarse de brazos.

—Todavía estás en shock. Pero más adelante, cuando hayas hecho y sufrido tu duelo, lo entenderás mejor —dice Gabriel—. Conocer tus debilidades no te hace débil. Te hace inteligente.

Aion aprieta sus labios, con su ego muy herido, se hace a un lado para largarse de la biblioteca donde se ha acorralado a sí mismo, pero Gabriel lo detiene.

»Vamos —dice, tirando de su brazo—. Quiero mostrarte algo.

—Ya tuve suficiente drama por lo que queda del año, papá —dice Aion con la voz cargada de resentimiento y dolor.

Aquello logra tocar una fibra sensible dentro de Gabriel, cuyos ojos brillan y el aliento le traiciona, pero su semblante vuelve a tornarse apático y se apaga su mirada como si él mismo pulsara un interruptor que le impide sentir cualquier cosa.

—Lo que no te dije del expediente que te dejé hace un tiempo, es que todo lo que está ahí tiene que ver contigo, pero no todo es verdad —dice—. Desde el momento en que te fuiste con Helena nunca dejé de pensar si estabas bien, qué hacías, o si me olvidarías. Por eso cuando llegamos no me sorprendió que no recordaras nada de tu vida cuando estabas aquí.

—No puedes culparme, apenas conozco a mi familia.

—Sam, no quise dejarte —explica Gabriel con culpa—. Tenía que hacerlo. Pero me dediqué a hacer otras cosas para poder cuidarte.

—¿De verdad?

Aion ríe con desidia. Sus ojos vidriosos se apartan, tropezando con las suntuosas pinturas de las paredes del pasillo que va de la biblioteca a la sala principal. Nada ahí se siente familiar. No hay nada en su vida que pueda asemejarse a una familia normal.

—Gran parte de mi vida la pasé fuera de Wintercold. Primero fue el ejército, y luego entrenando a delgados debiluchos como tú hasta el hartazgo —dice Gabriel disgustado consigo mismo—. Luego de eso me preparé en diversas especialidades que me hicieron quien soy ahora. Y cuando vi la oportunidad trabajé con Eric.

»A él le venía bien un ingeniero en sistemas que ya sabía algo sobre organización criminal cuando lo delegaron a su unidad actual, y yo estaba cómodo porque podía saber de ti en cualquier momento. —Aion dirige su mirada hacia Gabriel con el ceño fruncido—. Pero cuando puse tus datos en el ordenador, las ventanas estallaron frente a mis ojos como malditos fuegos artificiales. Fue ahí cuando pensé que lo mejor era ir a buscarte para sacarte del apuro. Aunque no sin antes limpiar un poco de basura por ti.

—No entiendo —dice Aion tajante.

—Ven, te explicaré en un momento —dice Gabriel sacando un pequeño control remoto de uno de los bolsillos de su traje. Luego lo guía hasta una de las salas del mismo pasillo que, por lo general, permanecen bajo llave y escribe un código en un recuadro digital que a Aion le había parecido antes parte del diseño de la casa.

La oficina es bastante oscura. Todo el sitio le inspira un ambiente fosco, pero con la elegancia distintiva de los gustos de Gabriel. Pequeñas luces azules parpadeantes contornean el escritorio que es de un sobrio color celeste blanquecino. El resto de la habitación está pintada de negro, con delicados grabados cerúleos. Del cielo cuelga una lámpara octaédrica muy contemporánea. Hasta el pequeño dispensador de agua hace juego con el diseño. Las ventanas opacas dejan pasar el mínimo de luz de la luna.

—Así que este es tu santuario privado —dice Aion, vagamente sorprendido y con la nariz congestionada.

Con un comando Gabriel proyecta uno de sus famosos hologramas en la pared, y maneja la pantalla deslizando los dedos sobre su escritorio, aunque no hay ningún teclado a la vista. Él jadea incrédulo. Los dedos de Gabriel se mueven como las de un pianista experimentado mientras abre una de las pestañas minimizadas a un costado de la pantalla para mostrar una carpeta:




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