Los pecados de nuestras manos

Capítulo 10 Ep. 5 - "Solo dime la verdad"

El sudor da comezón en la pequeña galería donde yacen escondidos, y es la tercera vez que intentan descansar en lo que va del día. Sentados y enfrentados en el suelo, Gris afirma su cuerpo abatido contra la pared. El lugar es tan pequeño que si ambos estiran sus piernas podrían tocarse los pies.

Sam mantiene un arma entre sus manos, en silencio. La camisa que robó está a medio desprender, rasgada y llena de polvo, sudor, y sangre que no es de ninguno de ellos; y está muy concentrado en los sonidos exteriores como para que se dé cuenta  de cómo Gris lo observa con notable interés. Pero cuando Sam encuentra sus ojos, ella aparta la vista de inmediato.

—Tuvimos suerte esta vez. Creo que este es un buen lugar para seguir descansando —dice agotado, y ella inspira tendidamente mientras guarda su propia pistola reglamentaria en su mochila otra vez—. Háblame, Gris. ¿Estás bien?

—Estaba pensando en que no es tu primera vez haciendo esto, ¿verdad?

Sam parpadea con sorpresa y luego, aguantándole la mirada, descansa su cabeza por primera vez contra la pared.

—No. Tienes razón —, confiesa—. Soy un asco, lo sé.

Los minutos siguientes pasan silenciosos. Gris se sumerge en una extraña paz. Su mente empieza a divagar a medida que recupera el aliento, hasta que en sus párpados cerrados no ve más que negro.

—Sí me agradas —susurra despacio.

—También lo sé —expele Sam, cerrando sus ojos lentamente—. Tú también me agradas.

—¿Por qué?

—No sé. Pero creo que siempre me has dado esa sensación. Y ahora que conoces mis… defectos, siento que te juzgué demasiado pronto en el pasado.

—¿Qué significa eso?

Sam le pone el seguro a su arma e inspira aire con flojera antes de contestarle.

—No soy una buena persona. No para los demás —declara inclinando su rostro hacia el piso—. Pero tú sabes todo de mí. Y aunque preferiría que te alejes de todo esto, decidiste seguir conmigo. En este momento, en este lugar incómodo... Si para el resto del mundo no estoy bien de la cabeza creo que tú tampoco lo estás.

Ella sonríe.

—No..., es cierto. No estamos bien —admite, y Sam vuelve a alzar la vista con aires de diversión. Gris necesita de todas sus fuerzas para no sonrojarse ante su penetrante mirada, pero la engreída sonrisa que se desliza por los labios de él le hace notar que está fracasando olímpicamente.

—¿Qué? —inquiere con brusquedad.

—Nada. —Él baja la vista pero Gris ve su mueca burlona ensancharse cada vez más.

—Ya, dime. ¿Qué te pasa? —exige más exasperada.

—Me besaste.

Un látigo vibrante arremete contra su cuerpo al oír aquello. Gris se reacomoda nerviosa y cierra la boca tan pronto como la abre, muy ofendida de que siempre sea tan descarado como para hacerla sentir avergonzada.  

—B–bueno, estaba muy preocupada —tartamudea a la defensiva.

—¿En serio? ¿Por mí?

—Pues claro, idiota. Si no todo este trabajo habría sido en vano, y eso habría sido un fastidio.

—Ah, conque solo es eso.  

—Por supuesto que es solo eso.

—Creí que era porque había algo más ahí. —Sam arquea una ceja.

—Absolutamente no. —Ella traga saliva.

—¿De verdad?

—Eres un zorro. —Gris se lleva una mano a la cara suspirando largamente fastidiada—. ¿Recuerdas cuando te dije que sí me agradabas? Te mentí.

Sam la mira con mucha sorpresa, pero en pocos segundos sus labios vuelven a curvarse hacia arriba y suelta una carcajada honesta y cansada que Gris no puede evitar contagiarse.

—Para tener un trabajo tan serio eres una payasa, extranjera.

Gris ríe un poco más fuerte. El dolor de sus músculos fatigados sufriendo pequeños espasmos debido a la risa hasta se le hace agradable; pero otra sensación más profunda le da una punzada aguda en su abdomen, y ella suelta un alarido de dolor al mismo tiempo que sus brazos rodean su estómago de manera instintiva.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien? —pregunta Sam alarmado y lo tiene justo frente a ella en un santiamén—. Déjame ver.

Procede a desprender su campera rosa robada, pero Gris está muy nerviosa como para quejarse. Abrumada por la fragancia de la camiseta negra que Aion le prestó y que todavía lleva puesta, nota que su perfume ahora está impregnado en su piel y sus entrañas se apretujan con una extraña sensación de regodeo.

Sus músculos se estremecen de manera involuntaria cuando siente el leve contacto de sus fríos dedos contra su piel, y es como una cuidadosa e inocente caricia.

Él le sube la camiseta para poder revisarla, y ambos jadean preocupados cuando ven la importante cantidad de sangre empapada.

—Tienes una herida cortante y oblicua de cinco centímetros. No es profunda excepto en el extremo distal —murmura Aion. Sus ojos entrenados analizan el corte con escrupulosidad—. Probablemente te cortó un vidrio y no te diste cuenta. Por ahora servirán dos puntos en el área donde es más profunda y luego la cubriré con una venda —concluye, empezando a buscar suministros médicos.




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