Los pecados de nuestras manos

Capítulo 11 Ep. 1 - "Todo lo que hemos perdido, y lo que nos queda por perder"

Los olores particulares del Barrio Mayek se van haciendo más tenues a medida que el policía se adentra en el corazón de aquel distrito. El repugnante paisaje que lo rodea y las personas que forman parte de él, van desapareciendo en la oscuridad de la noche.

Desaparece la basura, los fálicos graffittis pintarrajeados por todas partes y el ruido ensordecedor de las industrias. Los comercios bajan sus persianas de metal. Se van niños que roban a cualquiera que les parezca medianamente decente.

Los obreros de las fábricas regresan a sus casas con sus numerosos hijos, y otro tipo de personas los reemplazan: errantes que se adentran en los callejones, jóvenes sombríos y mujeres que salen a ocuparse de sus propios negocios nocturnos.

Eric Ross inspira aire con cierto desgano, memorias de cuando iba de paso a Saint Vincent, solo para ver a Gris, vienen a su mente al pensar en la pobreza que está contemplando. Pero Saint Vincent era mucho más tranquilo, vivir allí tenía su propia dignidad. ​

El policía avanza por la isolada acera, asegurándose de no pisar el pastoso y resbaladizo fluido característico de ese sitio, mientras va contando las ratas que se le cruzan por el camino. Dos, tres..., cuatro, seis.

Música de ritmo animado y letra aborrecible suena a sus espaldas y hace vibrar su pecho, a medida que el auto del que proviene avanza por la calle. Eric continúa su marcha, sintiendo el burbujeo en su estómago.

«No ahora, por favor, no», ruega por que no empiece a toser sangre o a vomitar su cena junto con las vitaminas que el médico le recetó. Pero el sonido se torna insoportable, haciéndolo sudar frío cuando la ventanilla del coche se abre y Eric avista a cuatro jóvenes con intenciones sospechosas en sus miradas.

Se detienen cuando él se detiene. Entonces gira hacia ellos, y desprende su gabardina de tono sepia, asegurándose de que noten la placa policial en su pecho.

Los muchachos intercambian una mirada dudosa entre ellos, como decidiendo si deberían continuar con su fechoría; pero Eric les deja ver el destello metálico de su pistola reglamentaria. Los mira con detenimiento a cada uno. No jodan conmigo, les hace entender.

La ventanilla sube, el sonido merma, el auto se marcha a gran velocidad y el estruendo empeora su malestar. 

La tos proviene violenta e inesperada. Eric carraspea, ya harto de sentir la sangre en su boca. Limpia el sudor de su nuca y, temblando, avanza hacia la persona que viene de frente.

La mujer, semejante a aquellas modelos raquíticas pero impecables que encuentras en las tapas de las últimas revistas de moda, no le da importancia a su presencia hasta que él le corta el paso.

Eric endereza su espalda. Su sombra en la acera es tan densa como el petróleo. Una mano abraza a la otra que sostiene el arma.

La expresión de la esbelta mujer, cuyos ojos son de un verde profundo, se oscurece un momento, antes de dirigirse primero a ese hotel de dudosa fama del que acaba de salir, y después hacia él.

—Ya negocié mis tarifas con la policía —dice con una voz calma pero que guarda cierta aprehensión, y luego le arquea una ceja de manera sugestiva—. ¿A no ser que no estés por eso, cariño?

—Es muy imprudente de tu parte preguntarle eso a un agente federal —, exhala Eric sin mucho interés—. Me pregunto cuántos son los policías que trasgreden la ley y vienen a hacer negocios contigo.

—Si le digo, oficial, no me lo creería —arrulla ella de una forma sensual y provocativa—. Se quedaría sin empleados en la jefatura.

—Por suerte, para Iván, no soy tan severo en ese aspecto. —Eric Ross sonríe apenas, guardando su arma de vuelta. La mención de Iván aviva por un momento la mirada de la hermosa mujer, para luego apagarse de nuevo.

—Ah, ya veo —dice en un tono escueto—. Tú debes ser Eric.

—Es un placer. —El hombre le extiende una mano en un saludo que Miranda recibe con recelo.

—¿Y desde cuándo sabes eso? Lo de Iván y yo.

—Desde que lo conozco. No es tan discreto como cree que es.

—Ya veo que no. —Esta vez, Miranda sonríe con honestidad—. ¿Cómo está él?

—Justamente vine a preguntarte si tú sabes no tanto el cómo está, sino dónde está.

—Yo pensé que tú podrías saber eso.

—Bueno. —Eric presiona sus labios en un delgada línea al oir aquella respuesta. Su semblante relajado se torna rígido—. Entonces es oficial. Iván está desaparecido.

La sorpresa en la cara de Miranda barre todo intento de jugar con Eric. Su aliento titubea mientras mira a Eric sin atreverse a pestañear, y luego rodea su abdomen con sus brazos.

—¿Hace cuánto que no va a trabajar?

—Un mes y contando.

—¿Nada más desaparecido o...?

La duda en su voz la traiciona de nuevo. Eric Ross le da una severa mirada, incapaz de decir nada que pueda aliviar la evidente preocupación en los ojos de la mujer.

—Entiendo... —continúa ella. Su vista va hacia el brillo de los diminutos edificios del Centro, tan lejanos al Barrio Mayek—. ¿Qué le pasó?




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