Los pecados de nuestras manos

Capítulo 11 Ep. 4 - "Doble ego"

El contacto de su piel siempre ha sido frío. En sus gélidos ojos, persiste una tormenta de deseo: chispeante, nebulosa; similar a aquellas tormentas atrapadas dentro de una esfera de cristal. Él la mira con aquellos ojos siberianos, pero su boca es un infierno que con gusto ansía probar de nuevo.

—¿Puedo? —pregunta, y aunque ella lo intente con todas sus fuerzas, no podría decirle que no. El silencio otorga, y ella no tiene nada que decir.

Sam sonríe con ilusión. Sus labios tibios invitan a los suyos con una coreografía silenciosa y calma. Sin apuros, sin restricciones. Él quiere esto, y ella también. La besa con un ritmo lento, inocente, constante; como probando el sabor y la textura que tienen sus labios. El placer subsecuente corre con un calor magmático por sus venas y se extiende por su cuerpo, hasta la base de su vientre. Sam roza su boca con su labio superior, y luego pasa su lengua para humedecer los de ella. Sus brazos la atraen con mayor firmeza, haciendo que ella abra la boca e incline la cabeza para que pueda besarla de una forma más íntima. La cercanía de sus respiraciones entibia sus rostros, su cabello negro le hace cosquillas en su frente y sus párpados cerrados.

Temblando, Gris toma su rostro. Sus dedos arrastrándose por su cuello hasta su nuca. La sensación del erizado cabello corto en sus manos mientras el beso se hace más urgente es todo lo que puede sentir. Ella se deja llevar por Sam, cuyo ardor interior no llega a calentar su piel, pues sus manos siguen siendo frías como el hielo; pero hasta el hielo deja quemaduras si lo tocas por demasiado tiempo. El pensamiento le parece romántico y a la vez trágico. Necesita dejar de pensar, pero ser consciente de que está besando a Aion Samaras no es de ninguna ayuda.

Había anhelado este momento. Un beso más, pero no uno robado o uno imprevisto, sino un beso consentido, sincronizado, donde él no solo la besa con sus labios, sino también con su mente y toda su voluntad. Quizá el placer más culposo que siente es que ahora él sabe quién es ella, sabe su nombre y de quién se trata y, aun así, la desea a ella y a nadie más. Y ella lo tiene a él.

Era aquel hombre sombrío, el que no daba un céntimo por las opiniones ajenas y del que nadie sabía nada, ese que vio por primera vez, el que ahora le reclama su boca y le exige que ella le devuelva la misma intensidad. La electricidad magnética entre ellos los atrae como a dos polos opuestos y el placer que los recorre hasta es doloroso de aguantar.

Cuesta respirar, cuesta pensar en lo que es sensato, y el poco oxígeno que logra acopiar nada más aviva el imparable fuego de Sam que la consume con cada segundo que pasa. Ella ha desatado ese infierno. Cuesta admitir que aquel calor ahora se desliza más abajo, entre sus piernas. Ya no piensa en cosas cristianas cuando oye a Sam gemir de placer y dolor al morderle su labio inferior. Su propia humedad duele. Pero tiene que detenerse. Ahora mismo. Antes de que sea muy tarde. Las manos de Sam se deslizan firmemente por sus hombros, acariciando su espalda hasta que llegan a su cintura. Un ligero escalofrío la estremece. Lo está volviendo loco, su boca pide más de ella; pero Gris ya no puede pensar más que en sus manos bajando. Y cuando estas pretenden ir más allá de su espalda baja, se aparta bruscamente de él, temblando.

El sabor de Sam persiste su boca, su aroma masculino invade su olfato, sus manos firmes por debajo de su cintura es todo lo que ella puede sentir. Son todas esas particularidades juntas las que le provocan tantas sensaciones explosivas y que a la vez le provocan tanto terror. Es la certeza de que es Aion Samaras la persona que está aquí… y ahora; aun si ella mantiene los ojos cerrados.

—¿Qué pasa? —pregunta él en un susurro apresurado, como si tuviera urgencia de volver al beso.

Ella abre los ojos para enfrentar su expresión preocupada. Su rostro está caliente y sonrojado. Sus pupilas dilatadas emiten un destello muy particular.

—Nada, es que estoy… un poco nerviosa —confiesa Gris con la voz grave y entrecortada. Entonces las manos de Sam se retiran y rodean su espalda de nuevo para envolverla en un abrazo.

—Tranquila. Está bien, estamos bien. —La besa en la corona de su cabeza y la contiene, así como si fuese lo único que quisiera proteger. Y ella, acurrucada como una niña entre sus brazos, exhala pesadamente y libera toda la tensión acumulada durante el beso. El alivio la hace sentir culpable, deseando por esta vez no haber sido tan cobarde—. Oye. —Sam llama su atención al notar las lágrimas que caen por su rostro aún hirviendo.

Está furiosa consigo misma, y también furiosa con él, porque le dio un momento hermoso y ahora no está segura de si podrá soportar la idea de tener que apartarse de él en el futuro. Ojalá estuvieran bien, ojalá él fuera alguien más y lo dejaran tranquilo. Pero él es Aion Samaras y también es el Sniper. Es inestable, peligroso, cometió crímenes horribles, y lo odia. Odia que él le haga esto, odia que la bese y le diga que ellos están bien ahora. Quizá nunca estarán bien. Pero quiere creerlo, Dios, anhela demasiado que sus palabras sean verdad.

—No —exhala con pesar, y Sam ladea la cabeza como si ella tuviera más sentido en ese ángulo.

—No ¿qué?

—Solo… —«No». Intenta explicar, pero es inútil.

—¿Te sientes bien? —pregunta Sam, pero ella no contesta—. Habla conmigo. —Ella sacude la cabeza en un «no»—. Gris, por favor…

No puede decirle todo lo que piensa, no quiere herirlo ni lastimarlo, pero Sam tiene que reaccionar. Por su bien, por el bien de los dos, él no puede distraerse con ella. No necesita esta versión de Sam dulce, cálido, confidente… necesita su otra versión, su versión eficiente, racional, y fría.




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