Los pecados de nuestras manos

Capítulo 11 Ep. 6 - "Susurros"

Estaba demasiado cansado para pensar en todo lo que había ocurrido. Pero ahí estaba, eran las dos de la mañana y los pensamientos no lo dejaban en paz.

No le importó, se quedarían varios días allí. Por Suerte, el señor Amos había sido muy amable y le prometió guardar su privacidad cuando él le pidió que lo dejaran en paz en los siguientes tres días.

En otra situación, tal vez no habría confiado en su palabra, pero Aion Samaras se estaba ablandando.  

De igual forma, si no podía dormir, tenía todo el día para hacerlo. Así que dejó que su mente lo llevara a donde quisiera, sabiendo que no era una buena idea.

Poco a poco se arrastró al abismo de su mente, donde no quería estar; pero la decepción y la angustia que sentía, adormecían cualquier otra emoción, incapacitándolo para apartarse de esos pensamientos.

Vaya, Gris lo había golpeado muy mal.

Él sabía quién era. Sabía que era un criminal y no debió haberse sorprendido cuando ella lo dijo. Pero así fue. Él no lo había negado, porque habría sido un cínico; pero había deseado cambiar y no hubiera sido así si no fuera por ella.

La razón por la que él quería mejorar como persona era por Gris, y ella en pocas palabras destruyó esa parte de él que creía que podía lograrlo.

«Soy un criminal», pensó. Ya no iba a huir de eso, nunca podría. Gris tenía razón.

Que estúpido había sido al creer que esto podía acabar algún día, hallando un final donde él podía ser feliz... junto a Gris Ledesma.

Qué absurdo, qué infantil.

Él no era así. Se había engañado a sí mismo, fingiendo que le indignaban con la misma intensidad con la que le avergonzaban las atrocidades que había cometido.

Creyó que algo bueno en él aún podía ser rescatado, y Gris… la única persona que creía que no lo veía como un maldito monstruo, lo hizo reaccionar.

Pensó que ella lo quería, pero no era más que deslumbramiento. Se imaginó a Gris fascinada por conocerlo.

¡A él, un criminal!

Así le había dicho. Y el pensamiento retorció sus entrañas vacías.

No la odiaba tanto como se odiaba a sí mismo. Si ella no tenía fe en él, entonces ¿por qué lo seguía? ¿Qué ganaría con esto, huyendo y sufriendo? ¿Escribiría un libro? ¿Quería llevarse todo el crédito si finalmente acababan con él?

Los demonios del odio y la humillación le sonreían desde la oscuridad. Giró en la cama y le dio puñetazos a las almohadas, queriendo golpearse a sí mismo.

¿Por qué siquiera lo intentaba? ¡Tal vez debió obedecer el azar, y haberse ido con Gabriel!

Gabriel

Ya no sabía si él era un problema, o una solución. Le daba repugnancia que lo usara para sus propios beneficios, pero lo necesitaba. Ahora más que nunca necesitaba a Gabriel, y era lo que más costaba admitir. Al final, él tenía razón.

Debió obedecer la moneda que le dijo que debía volver con Gabriel y dejar a Gris. Ella había arruinado todo. Siempre lo había hecho, desde el día en que llegó a su vida, todo había empezado a desmoronarse dentro de él.

Tal vez… era un amuleto de la mala suerte.

Invocó su figura en su mente. Su rostro armonioso y sonrojado, sus ojos llenos de vida, cálidos y brillantes, tristes, preocupados… su piel cándida. La forma en que sonreía, la manera en que caminaba, su cabello rubio meciéndose al son del viento, o la luz dibujando figuras en su cuerpo.

Su rostro sereno al dormir sin pesadillas, sus besos impulsivos que en secreto adoraba. Su boca, el deseo indecoroso que le despertaba, el contacto de su piel con la suya...

Estaba perdido. Ella lo estaba imbaucando y él se hundía lentamente en la desesperación. Quería odiarla, pero eso era imposible. Quererla tan mal era una maldición.

Y en esa ira silenciosa contra nadie en realidad, se sorprendió llorando. Estaba llorando. Aion Samaras finalmente había sido quebrado.

Difícilmente recordaba la última vez que había llorado de esa manera. Desconsolado, con los pulmones quemando cada partícula de aire y el consecuente dolor agudo al exhalar profundamente.

Su desgarrador sollozo hizo trozos su garganta, ahogado entre las almohadas. Saboreó sus lágrimas y sintió ese especifico gusto salado y agradable, caliente. Dejó que saliera todo de él. Lloró sin reparos hasta el desgano, su cabeza dolía horrores y tuvo la sensación de que su cerebro apretaba demasiado, cada vez más, aturdiéndolo, sin dejarlo pensar bien.

Se mordió un pulgar, lastimándose, probando el sabor de su sangre. Lo prefería más que a sus propias lágrimas y así se contuvo. El extraño gusto a óxido lo tranquilizó. Y eso era tan tétrico, tan enfermizo…

¿Qué tan decaído estaba, por qué se lo había permitido?

«Entonces así se siente cuando ya no tienes nada más». El pensamiento le dio horribles escalofríos. Se sentó en la cama, se abrazó a sí mismo.

«Exhala, inhala, vuelve a exhalar». Permaneció varios minutos así, catatónico, con sus ojos vacíos, perdidos en imágenes que solo él lograba ver.




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