—¡Aaah… Ah-aaah…
—Ahí viene…
—¡Aaahg… chúúú!
—¡Yitses! —Gabriel exclama sonriente.
—Otro maldito resfriado —murmura Aion para sí mismo mientras se limpia la nariz y su tío lo mira solazado. El pecho le duele por la ola de estornudos que vienen uno tras otro, seguido de un prolongado escalofrío que eriza su piel.
—Alguien debe estar hablando mucho de ti —sisea Gabriel.
—Sí, bueno, todo el mundo debe estar hablando de mí en este momento.
—Anda, sigamos. —Gabriel se encoge de hombros y le sonríe para tranquilizarlo. Pero entrenar con él no tiene nada de tranquilizador.
Poco a poco todo vuelve a la normalidad. Al menos eso parece, puesto que, después de que lo fue a buscar, Gabriel pretendió que nada había pasado. Mientras él esté en casa, nada más importa. Aion procura que sea así.
Le toma varios días meterse en la cabeza la idea de que Gris se las puede arreglar sola y eventualmente deja de pensar en ella. No es como si fuera difícil no hacerlo cuando pasa la mayoría del tiempo con Gabriel. Está convencido de que, si se asoma un solo pensamiento sobre ella, Gabriel podrá escucharlo; cosa que lo tiene bastante paranoico últimamente.
»¿Eso es todo lo que tienes, pasmado? —sisea Gabriel burlesco.
—No comprendo cómo molerme a golpes puede servirme de algo —Aion jadea desde el suelo, y desde entonces casi siempre es así. Pasa mucho tiempo con él, y gran parte de ese tiempo está en el suelo.
Aion escupe sangre y se resigna a pelear, pelear y pelear. Ya no importa. El dolor físico lo distrae de cualquier emoción irracional. Tiene algo de que preocuparse ahora.
—No eres lo bastante duro todavía —dice Gabriel, dándole puñetazos con los guantes de box como si él fuera un maldito costal de huesos. Todos los días hay entrenamiento, aunque se asemeja más a un retorcido pasatiempo para Gabriel.
A su mente recurren memorias del primer día que estuvo allí, en especial cuando Gabriel lo hizo volar por la sala, rompiéndole la nariz y diciéndole que era por su seguridad. Recuerda cómo su sonrisa se había dibujado maliciosa, cuando él había intentado protegerse de sus golpes. Pues bien, la misma sonrisa se dibuja ahora, y Aion entiende que el hombre realmente lo está disfrutando. El hombre es cruel, pero no le importa. A Gabriel tampoco parece importarle. Aion solo quiere que pare. Gabriel quiere hacerlo su soldado.
La piel de sus manos se torna áspera, la rigidez en sus músculos es constante. Las fibras de su cuerpo desintegrándose a sí mismas para que crezcan más fuertes la próxima vez.
El cambio trae destrucción. La evolución solo es posible cuando acontece sobre los restos de lo que alguna vez fue. Pero no esperaba que cambiar fuera tan doloroso. Y en todo caso, ¿para qué?
«¿Para qué…?»
Dante suele presenciar aquellos entrenamientos. Cada vez que él cae, se encuentra con sus ojos imperturbables y serios. A veces se retira como si no soportara lo que está viendo, cosa que hace hervir su sangre. No necesita que nadie sienta lástima por él. El odio alimenta su rabia, y con su rabia acumulada, golpea a Gabriel. Lo alcanza una, dos, tres veces; y su tío queda perplejo. Le sonríe desde el suelo y lo felicita con la boca empapada en sangre.
Aion descubre que disfruta mucho verlo ensangrentado.
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Cuchillos. Los días que entrenan con ellos son los peores. Gabriel es más cuidadoso entonces, pero al final del día, Aion termina con nuevas y variadas heridas. El hombre de Inteligencia insiste en que no son nada graves, sanarán con el tiempo; pero de esos entrenamientos él no obtiene nada más que pánico y agotamiento mental. Su piel se vuelve su lienzo, donde Gabriel cincela con sus navajas, se le forman texturas, se le hace familiar el color de su propia sangre.
«¿Con qué propósito…?»
Pasan las horas. Se encierra en su cuarto adolorido, y hecho trizas, preguntándose si algo tiene sentido. En ocasiones Dante le lleva algo sólido para comer y unta pomada cicatrizante en sus heridas.
—Sabe, esto no sirve de nada si no come bien.
—¿Por qué no solo me dejas morir? —rezonga él, adormecido por los fuertes analgésicos. Un sueño infinito es lo que se le antoja mientras Dante termina de vendarlo, y guarda los insumos debajo del lavabo del baño.
Aion se recuesta en la cama. «Sueños normales… o no soñar en absoluto, es una buena idea», piensa entre la vigilia y el letargo. Y Dante toma su cabeza entre sus manos. Y la agita apartándolo de su sopor para que preste mucha atención.
—Nunca, jamás, desee estar muerto. ¿Entiende? —El anciano lo sostiene con firmeza. Miedo y angustia cruzan sus empañados ojos azules y lo hacen sentir enfermo—. Nunca.
Aion traga saliva, asintiendo levemente. Dante lo abraza por prolongados segundos, besa su cara, y se marcha. Ver al hombre mostrándose vulnerable lo estremece horrendamente.
No puede dormir.
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A las cinco de la mañana, él baja a la cocina y toma tres ingredientes: leche, avena, miel. Todo va a parar a la licuadora. Bebe el batido en un parpadeo y se va al gimnasio a correr. Luego se dedica a ejercitarse con rutinas de bajo impacto. El sudor humedece su cabello y cae sobre su frente.
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Editado: 06.09.2024