Los pecados de nuestras manos

Capítulo 13 Ep. 1 - "El amigo de mi enemigo"

Los fantasmas no existen. Esa es una afirmación indefectible; sin embargo, la figura negra y cruzada de brazos que yace en su silla detrás del escritorio, se asemeja más a un demonio o a un monstruo, y esos sí que existen.

Generalmente aparentan ser como cualquier persona común y corriente; pero tales adjetivos no están ni cerca de comenzar a describir al particular ser humano que se ha adueñado de la densa oscuridad que lo rodea. Una oscuridad que es cortada por el rectángulo de luz a través de la puerta, y que alcanza sus pies.

Sus ojos brillan como los de un felino en la penumbra, uno de los grandes, los que podrían zanjarte la garganta con sus afiladas garras o enterrarte sus colmillos puntiagudos en la yugular.

—No tienes que ser tan dramático —expele Eric, más que nada para sí mismo.

—Te ves muy cansado —responde el espectro con sequedad.

No. Definitivamente no es un fantasma, pero Eric siempre se había asombrado de la facilidad con la que este ser que ahora le está replicando, podía materializarse así de la nada y sin avisar.

—Vete a la mierda. Estoy buscando a mi hija y a Iván, y espero que no te importe pero necesito mi oficina, Franco.

El espectro cincela una sonrisa torcida en la boca, apenas una mueca que muere al instante.

—Tranquilo —musita, bajando sus pies del escritorio e inclinándose para mostrar su rostro sombrío. Sus ojos agudos y brillantes lo escudriñan de arriba abajo con mucha atención. A Eric esa mirada le recuerda a los escáneres del hospital. Grandes ondas infrarrojas, aunque invisibles, detectando su cáncer; propagándose en cada célula de su cuerpo.

El sudor helado al saberse indefenso ante el escrutinio de Gabriel comienza a molestarle. El peso del frío acero en la mirada del otro recae sobre él, hundiéndolo, como si cargara al mundo sobre sus hombros, mas él no es el único que parece agotado.

Gabriel tiene esta forma de observar a las personas que vagamente cambia aunque esté sonriente, enojado, o harto de trabajar. Sus ojos permanecen inaccesibles e inquebrantables. Justo así, un par de ventanas de acero inoxidable que no dejan ver lo que en realidad se agita en su interior.

—Supongo que aún no sabemos nada —dice Eric, dándole la espalda un momento para quitarse los guantes de cuero, encender la triste bombilla de su oficina y esgrimirse de un vaso de whisky.

Le habría ofrecido un trago a Gabriel si no fuese porque su amigo no bebe. Algo extraño, suele pensar siempre, para un soldado que volvió de la guerra, o que siempre parece luchar una.

Eric Ross voltea en el momento en que Gabriel hace una evidente mueca de disgusto.

—No exactamente.

—Entonces ¿para qué has venido? Hay mucho trabajo y no estás en la central.

—Eso hago, estoy trabajando. De otro modo, no sé por qué estaría perdiendo mi tiempo en esta apestosa caja de zapatos que orgullosamente llamas oficina —profiere Gabriel y el tono condescendiente de su voz le suena muy familiar a Eric—. Es decir, es tan anticuado. Si me lo pides puedo traerte un par de actualizaciones tecnológicas y de software.

Eric nota algo más: falta su sonrisa habitual y su energía efusiva a causa de su desprendida personalidad. La persona que tiene frente a él es una muy distinta a todo eso. La arrogancia y el hartazgo prevalecen en su semblante mientras Gabriel habla y eso es justamente lo que le es tan familiar. Dichas actitudes le sientan aún mejor. Le recuerda a alguien más, aunque no logra dilucidar de quién se trata.

—En serio, ¿papeles, bolígrafos, un telégrafo? Estar aquí me deprime —, sigue Gabriel mientras recorre todo el lugar y arruga la nariz asqueado—. Incluso puedo… —hace ademanes en el aire—, contratar a un decorador, si quieres.

Eric resopla hondamente fastidiado.

—No es un telégrafo, es un ordenador que aún funciona y fue la primera máquina que tuve cuando empecé a trabajar aquí —, siente la necesidad de aclarar.

—¿Ese cachivache con forma de tostadora es tu ordenador? ¿En serio, el que usas todos los días? —Gabriel arquea las cejas, dirigiendo la vista primero al aparato en cuestión y luego a Eric—. ¡Anda!, qué interesante.

—¿Siquiera sabes qué hora es?

—Preguntémosle a la tostadora.

Eric vuelve a jadear con exasperación.

—No estoy de humor, Gabriel, para nada. 

No hay humor para bromear cuando Iván ha desaparecido, no sabe nada del Sniper y sobre todo, cuando aún no ha encontrado a Gris.

—Ya veo —dice Gabriel con ese mismo tono de voz apático y asiente como si fuese capaz de oír sus pensamientos. Lo que probablemente sea así. Su «mejor amigo» lo acompaña con otro largo suspiro de hastío mientras se acerca a él—. Seguí un rastro de Gris. La última ubicación que obtuve de mi equipo de Inteligencia fue en una destartalada fábrica de botones de ropa. Fui a buscarla ahí, pero era una trampa.

—¿Una trampa?

Gabriel aprieta sus labios.

—Ella me burló —, admite, incapaz de disimular el disgusto en su voz—. Sabía que iba a buscarla. Eso fue hace horas, así que es probable que se haya ido lejos ya.




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