Los pecados de nuestras manos

Capítulo 13 Ep. 4 - "Por capricho del destino"

Las horas pasan más rápido de lo que a ella le gustaría. Aunque aún no han hablado de nada importante, ni mucho menos de lo que pasó entre ellos la última vez, ambos parecen haber llegado a un acuerdo sin palabras de que lo más sensato es no sacar el tema por ahora.

Sam habla despacio y reflexivamente. Responde a sus triviales preguntas con breves risas y entusiasmo, y a Gris nunca le pareció más humano que en este mismo momento. Hace rato que están bebiendo y fumando. Sam había bajado más temprano por comida, cigarrillos y una botella de Ballantine’s bajo el brazo.

Un fugaz recuerdo encrespó su piel cuando lo vio llegar con la botella de whisky importado. Y aunque no habría bebido aquello —otro breve recuerdo del gusto agrio en su boca— decidió que era mejor si aletargaba sus sentidos para sumirse en un estado hipnótico de sosiego.

—Bueno, eres la primera que me ha rechazado y no quiero ser arrogante, pero eso me asombró mucho —dice él, expulsando humo por su nariz—. Fue una gran hazaña, de hecho. 

—Me siento halagada. —Gris ríe con sarcasmo. Hablaban sobre aquella vez en la que huían juntos, y luego de que él le sugiriera que podían intentar ser algo más que amigos, ella le dijo que no porque ella era policía y él un criminal.

—Sé que no quisiste hacerlo. —Aion ladea su cabeza, pensativo—. No entiendo por qué, pero sé que esperabas algo a cambio.

«Sí…, eres más eficiente con el corazón roto», piensa Gris, y suspira dibujando una ensayada sonrisa mientras él le frunce el ceño a su cigarrillo, murmurando:

—¿Cómo fue que lo dijiste...? —Un latente reproche en su voz y cierta confabulación secreta en su mirada, como buscando la respuesta a un acertijo. Ella aún no logra discernir si éste es Aion o Sam. Está un poco ebria para notar la diferencia. Tal vez él también lo está—. Ah, sí. Soy un criminal...

—Nunca me lo vas a perdonar, ¿cierto? —Aion guarda silencio, concentrado en el brillo rojizo del ápice de su cigarrillo—. Ojalá pudiera volver a conocerte —continúa ella—. Regresar a esos días en los que apenas me registrabas y nos encontrábamos en la calle de casualidad.

De pronto Aion sale de su trance hipnótico y bufa soltando una risa nasal por el comentario de Gris. Ella se da cuenta a qué se debe esa risita:

Hablar de «casualidades» siempre ha sido algo que trasgrede uno —y el más importante— de todos los principios axiomáticos de Aion Samaras. Y está bien, puede que todos aquellos encuentros fortuitos en el pasado hubiesen sido en realidad acciones concretas que ella había realizado; puede que sabía muy bien dónde y cuándo hallarlo, como lo había expresado él en palabras más sombrías; pero aún si dichos encuentros hubiesen sido, efectivamente, imprevistos, tampoco le habría creído entonces.

—Dios no juega a los dados —sentencia Sam, revalidando aquel pensamiento. Gris inspira profundamente y moja apenas sus labios con el whisky. No es tan desagradable después de todo.

—Siempre eres tan terco con esa forma de pensar..., creo que nunca vas a cambiar —comenta, bebiendo un poco más—. ¿No se te ocurre que tal vez fue una casualidad que yo haya tomado el expediente de tu investigación en primer lugar?

—Si eso fue una casualidad, es probable que haya sido la única. Aunque... —Aion hace una pausa reflexiva—, ¿quién dice que no fue el destino esa vez también? Hiciste lo que tenías que hacer para estar donde tenías que estar; elegiste los documentos que tenías que elegir...

—Sí, pero Eric quería evitar a toda costa que me metiera en esa investigación. Si yo le hubiese hecho caso... entonces no estaríamos hablando de esto ahora mismo.

Aion sacude la cabeza en desacuerdo mientras exhala los restos de su última calada, y tira el filtro de su cigarro lejos de ellos.

—Hace tiempo que vengo pensando en que las cláusulas condicionales no sirven de nada —dice, a lo que Gris alza las cejas.

—¿Y en cristiano eso qué significa?

—No existen las casualidades, solo el destino —responde él, y habla con cierto desgano, como si aquellas palabras le pesaran en la lengua—. No hay tal cosa como «vivir al azar». Creer que puedes cambiar algo con pequeñas acciones imprevistas no va a darle otra dirección a tu destino. De hecho, el pensar que sí puedes es una ilusión de éste.

—¿Y para qué existe esa ilusión, entonces? ¿Por qué la gente viviría engañada creyendo que pueden elegir quién ser y qué hacer si no son dueños de decidir su propio destino? Eso me parece cruel...

—Porque la gente tiene miedo de lo que diga su destino.

—Hablas como si supieras cómo funciona —refunfuña Gris en desacuerdo—. Como si tú hubieses inventado las reglas...

Aion mece la cabeza, sus cejas arqueadas y los ojos fijos en el piso mientras cavila en las palabras de Gris un momento. Su pecho sube y baja con serenidad mientras saca del envoltorio otro cigarrillo y lo prende, inhalando su humo venenoso.

—Había una vez, en la ciudad de Bagdad... —comienza, sin alzar la mirada—, un esclavo que servía a un comerciante rico. Un día, temprano por la mañana, el esclavo se dirigió al mercado local para hacer las compras, pero en ese lugar vio a la Muerte. La muerte le hizo un gesto al esclavo y este volvió aterrado a la casa de su amo. Al llegar le dijo: «Amo, esta noche quiero huir de Bagdad, préstame tu caballo más veloz, pues quiero dirigirme a la remota ciudad de Ispahán».




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