Agua fría corre por su cabeza y su espalda, en un intento inútil por aliviar su resaca. Y bebe —también inútilmente— agua con la esperanza de mitigar el ardor de sus entrañas quemándose bajo su carne. Aion enjuaga su boca, su piel, su cuerpo lastimado, todo con la misma agua de la ducha. Una vez limpio enfrenta el espejo, sus manos afirmadas en el lavabo mientras contempla sus magulladuras y las ampollas inflamadas entre sus labios. Los ojos grises que lo encuentran del otro lado lo hacen sentir enfermo y abatido.
Desde el mismo reflejo, en diagonal, logra ver su cama vacía. Gris se fue sin avisar. Y aunque le dejó una explicación en una nota en su celular, no puede evitar sentirse molesto y traicionado. Por un momento se le cruza por la mente que es una especie de cruel venganza por parte de ella, pero no es así. Gris había guardado todo aquello de lo que tenían que hablar y lo había volcado en un extenso mensaje. Uno que lo había indigestado, primero de incertidumbre, y a continuación de ira y rencor. Aion lo borró porque no quiso arriesgarse a que Gabriel lo encontrara, y porque ya está empezando a agarrarles profundo odio a las cartas; en específico, a las escritas por personas que luego se esfuman de su vida.
Gris se fue. No hay más vueltas que darle al asunto. Pero está bien, supone. Lo olvidará en un par de días. Es mejor hacer como que ella nunca estuvo allí. Otra maldita fantasía creada por su propia mente enfermiza.
Aion se encierra en su cuarto los siguientes días para no tener que enfrentar a nadie en absoluto. Dormir, beber y fumar se vuelven pasatiempos muy frecuentes, no necesariamente unos que disfrute. El tiempo se tuerce en esa reconfortante crisálida que lo separa de lo que pasa en su casa, y el mundo en general. Qué es el día y la noche se vuelven conceptos muy rudimentarios, ambiguos. En el fondo de su mente sabe que tiene que parar, pero suprime cualquier instinto de autoconservación, perdiéndose en su inconsciencia autoinducida por los sueños o el alcohol.
Gris se largó de aquí.
Gabriel lo odia.
Dante está preocupado porque él ignora todas sus advertencias. No le importa. A Gabriel tampoco parece importarle, y está bien, no lo necesita de todos modos. No necesita a nadie para odiarse a sí mismo de la manera en que lo hace. Requiere de la atención de Dante, de vez en cuando, para que suba con comida, más cigarrillos y alcohol, pero dejó de hacerle caso hace uno o dos días —seguro que Gabriel se lo ordenó—. El dolor de su entraña vacía sumado a la abstinencia de alcohol, es insoportable al cabo de pocos días, así que irá a buscar lo que le hace falta él mismo.
El día que decide salir de su crisálida, hace calor y afuera llueve. La humedad penetra la habitación y el aroma a suelo y a verde se mezcla con el constante olor a adicción impregnado. La lluvia ventosa escurre por los ventanales abiertos por Pandora esta mañana —órdenes de Gabriel a distancia también, seguramente—. Aion Samaras baja a la sala y encuentra a Gabriel hablando por teléfono a los pies de las escaleras de ébano. El golpe ansioso que lo hace temblar es una clara señal de que es demasiado pronto para salir de su cuarto aún, así que opta por regresar allí de nuevo. Sin embargo, cuando Gabriel alza la vista y sus ojos lo atrapan, queda paralizado un momento. El hombre corta la llamada un instante después.
—Buenos días —dice con sequedad.
Aion asiente despacio, mirándolo fijo hasta que Gabriel le indica con la cabeza que lo acompañe a la sala principal, y luego desaparece tras las puertas. Él permanece en su sitio, en silencio, sopesando la posibilidad de ignorarlo y regresar a su habitación, pero la idea se esfuma y lo sigue obediente. Una vez allí, toma asiento en el sofá con timidez, sintiéndose un impostor en esa casa a la que siempre debió pertenecer.
Gabriel regresa de la cocina y le dice que no aceptará un «no» como respuesta cuando le deja una taza grande de café sobre la mesita del té.
»Creí que nunca bajarías —dice solemne, dándole un trago a su propia bebida caliente mientras Aion tiene los ojos clavados en el líquido oscuro frente a él, en silencio—. ¿No vas a hablar? Hace tiempo que no te escucho, anda, puedes hacerme ese favor.
Aion lo mira a los ojos.
—No sé qué quieres que te diga.
Gabriel rueda los ojos y suspira hondamente, de nuevo tiene esa expresión resignada que usó la última vez con él, algo que Aion no comprende.
—Estoy preocupado. Por ti y tu conducta agorafóbica. De verdad pensé que… Mira, no me importa lo que hagas, no me interesa que fumes o que consumas todos mis malditos vinos y licores, pero a esta altura creo que tienes un problema grave.
Aion alza las cejas soltando un jadeo de incredulidad.
—¿Ahora te importa mi salud, tío? Porque hace unos días estabas casi dispuesto a matarme —dice pronunciando bien sus palabras—. No encuentro la diferencia en que lo haga yo primero.
—No es una muerte rápida, te lo puedo asegurar —murmura Gabriel, apenas sorbiendo su café—. Ya no vas a encerrarte, volverás a entrenar conmigo de seis a ocho. Estoy trabajando solo ahora. Tengo más tiempo para estar contigo.
—Fantástico —dice Aion con expresión inerte—. No me gustaría hacer nada más que pasar tiempo juntos como padre e hijo.
—¡Qué bien! —Gabriel celebra alzando una ceja—. Creí que te habías quemado suficientes neuronas como para que fueras capaz de seguir siendo tan sarcástico.
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Editado: 06.09.2024