Los pecados de nuestras manos

Capítulo 16 Ep. 3 - "Lacrimosa"

 

Volver el tiempo atrás, ojalá hubiese sido algo que Aion Samaras tuviera el poder de hacer. Pero él era solo un ser humano, ordinario, como cualquier otro. Y como un ser humano ordinario, era capaz de sentir dolor. Genuino dolor. Desde la primera infancia todo había sido difícil de comprender para el pequeño niño. Y Gris sabía esto.

Siempre supo que él podía sentir esa clase de dolor, uno etéreo, no como un corte en el dedo o una quemadura, un dolor dentro de él que no podía describir, que se acurrucaba en medio de su pecho como con miedo, y que le hacía sentir extraño, porque aún no había aprendido la palabra para aquel tipo de dolor.

Ella comprendía esto. Apenas poco menos de dos años de edad de diferencia entre Aion y ella y ya podía entender este concepto.

Habrá tenido unos seis años, a un mes y medio de cumplir los siete. Ese día su papá —no su verdadero padre, sino el jefe de policías que las enfermeras llamaban Eric—, la retiraría de ese instituto donde la habían internado, ya casi dos años también de aquel accidente que terminó con la vida de sus padres. Pero no sentía tristeza por recordar eso, en absoluto. Más bien le inundaba una extraordinaria calma.

Eric estaba definiendo su futuro en la oficina del director de ese internado, un futuro que se le antojaba  brillante, en la escuela infantil de policías, y —si no había oído mal—, pasaría gran parte de su vida allí hasta cumplidos los dieciocho, y entonces ella misma decidiría su propio camino.

Estaba feliz, pues lo único que le importaba era estar cerca de Eric, su nuevo papá. Uno que, por destino o por desgracia, no podía tener sus propios hijos.

Cuando el director le sonrió a la pequeña, ella supo que estaba ya todo acordado. Gris Ledesma saltó de la silla y corrió por los pasillos blancos gastados por el sol de ese lugar por última vez. Recorrió entre grititos y risas cada recoveco del lugar que conocía como si siempre hubiese sido su hogar, y se dirigió escaleras abajo a la salida, a pesar de que Eric le suplicaba que anduviera con cuidado para no lastimarse. Poco le importó.

Gris miró por encima de su hombro y, viendo que había perdido de vista a Eric, se escondió en la pequeña sala de espera de las oficinas donde se suelen recibir a los niños nuevos.

Sonriendo, aún de cara a la puerta, volteó y dio un respingo al hallar la mirada triste de un niño un poco más pequeño que ella.

Ambos se quedaron muy quietos, sosteniéndose la mirada. Ella observó al niño, de ojos llorosos y nariz enrojecida por este motivo. Yacía a unos metros, sentado en una silla justo frente a ella, sus pies no alcanzaban el piso, casi como cumpliendo una injusta penitencia impuesta por alguien más. Mantuvo su mirada en aquellos grandes ojos grises, vidriosos, las lágrimas brotaban a borbotones de aquel río plateado, pero su expresión era de profunda sorpresa mezclada con el dolor de la pena.

Quizá fue la intensidad de esa mirada lacrimosa, la contradicción en lo que el niño mostraba, lo que llamó su atención.

Gris olvidó por completo que huía de su padre, y dio unos cuantos pasos más cerca del niño, se agachó, poniéndose de cuclillas frente a él, lo que hizo que él la mirase aun más confundido desde la silla que ahora lo hacía parecer mucho más alto que ella.

Gris le sonrió con calidez.

—Hola —musitó; el niño permaneció estoico—. ¿Por qué estás llorando?

Ladeó su cabeza y continuó hablando en un monólogo de preguntas que morían en el silencio situado entre ellos. Le preguntó: «¿por qué estas aquí? ¿Y tu mamá? ¿Pero por qué lloras tanto? ¿Cómo te llamas?», pero esa avalancha de preguntas solo recibían la misma mirada, ahora un poco más brillosa, pero que ya no emanaba lágrimas; sus manos parecían ejercer cada vez más presión a cada lado de la silla donde él estaba.

—¿Es que acaso no hablas? ¿Te comió la lengua un ratón?

Ni bien terminó de preguntar aquello, oyó una queja ahogada tras las oficinas de admisión que ella misma había cruzado tiempo atrás.

¡Ya no puedo cuidarlo, trabajo de siete a cinco, ¿acaso lo tengo que dejar solo en mi casa, con cinco años?! ¿Por qué no lo pueden admitir aquí? ¿Es por dinero?

Gris volvió sus ojos al niño, que había agachado la cabeza con angustia, escondiendo la mirada lo más que podía con su cabello, que era muy negro, y hacía mucho contraste con sus ojos y su piel. Otra vez, la mueca de dolor se dibujó en su cara.

—¿Es tu mamá? —preguntó Gris inútilmente. Siguió oyendo.

¡Jugaba con un ave muerta! Estaba hasta las rodillas empapado con la sangre del animal, me llenó de horror. ¡Y había una roca...!  Dios mío, con una roca... —La mujer comenzó a sollozar desconsoladamente, como si no pudiese soportar aquello. Pero a Gris no le importó. A tan temprana edad, poco les importa a los niños los asuntos de la gente adulta. Entonces dirigió sus ojos lentamente al chico.

—No te preocupes. Si no te admiten aquí, vas a quedarte con tu mamá. Y si te admiten aquí, vas a estar con Fiona. Ella es mejor que una mamá, ¡es la mejor mamá del mundo! y va a cuidarte si tu mamá ya no quiere hacerlo…

Gris le regaló una sonrisa cálida al chico, quien la miraba asombrado, sus ojos vidriosos producían un efecto como si fuesen dos esferas de cristal en un invierno tormentoso, pero el niño ya empezaba a hacerse la idea de que nada malo podía pasarle.




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