En la azotea del hotel se halla un hombre. Ya muerto. Yace de pie justo en la orilla, contemplando el vacío.
En ese fúnebre panorama de la ciudad, la muerte le sonríe mostrando sus dientes. Pero esta vez, él es quien va hacia ella y no al revés, para dejarse abrazar por su fría oscuridad. Es lo único que le queda: desaparecer de este mundo físico, pues duda que su alma aún siga con él.
Aion sube primero un pie en el límite entre la cornisa y la nada misma y, temblando, sube poco a poco el otro hasta que está a escasos centímetros del precipicio. Sus manos tiritan y el aliento caliente se eleva por encima de sus ojos, el viento haciéndole cosquillas en su pecho descubierto.
El cielo está nublado, sus ojos grises están nublados, el frío agrava el dolor en sus huesos. Otra vez, es el frío el que nace de él, y no al revés.
Su pulcra camisa de lino blanca está manchada con un líquido oscuro que se está secando rápidamente. Podría decirse que el traje negro le queda perfecto con ese toque sangriento, de haberse rasguñado histérico para calmar el dolor en el medio de su pecho.
Aion enciende un cigarrillo y será el último de su vida. Los minutos pasan, aplastando su corazón mientras una avalancha de pensamientos lo hunden más y más y le convencen a cada segundo de que esto es lo mejor. Pensamientos que se aprietan en la coronilla de su cabeza y sus sienes como alambres de púas rabiosas, y que le infligen mucho dolor. La muerte ensancha su macabra mueca de diversión, y él le sonríe de vuelta.
«Tantos años matando… personas miserables y enfermas y ahora… —piensa, mirando el precipicio—, ahora no hay nadie más que yo para acabar conmigo».
Aquí terminaría su historia. Se le pondría punto final a la tragedia de su vida. Acabaría el mito viviente de Sísifo, intentando alcanzar una meta imposible mientras empujaba hacia arriba todas sus desgracias.
El pensamiento le hace sentir blasfemo. No puede compararse con semejantes leyendas. No lo es. Nada más es un criminal, y un asesino.
Una tragedia, sin duda. Su propio Hamlet, una profecía autocumplida. Pero no sería una verdadera tragedia, donde al final todos mueren, si no fuese capaz de concluirla con su propio sacrificio. Como un divino y vil Romeo suicida que ha perdido a su amada, empapada en lágrimas y rojo escarlata.
Ah, la sátira. Bendita sátira, que alumbra los últimos minutos de su vida. Su sonrisa se desfigura cuando se da cuenta de cómo ha dejado que las emociones, aquellas que se esmeró tanto en esconder toda su vida, brotaran de él y lo condujeran a su profunda e inevitable depresión. En sus propias palabras, le podría haber puesto a esa trágica situación «La gran ironía», y si pensara un poco más en esa ironía, podría notar que su vida va a terminarla él mismo, justo como su madre lo hizo.
Tal vez tampoco va a salvarse después de todo.
Aion Samaras se permite pensar en cada persona que ha matado o, aunque no mucho mejor, cada persona que había salido lastimada, engañada, o al borde de la muerte por su culpa. Un racconto de recuerdos lastimosos comienza a abatir su mente, dolorosas memorias que vienen una tras otra. Se permite pensar en aquel hombre agonizante que moría solo en su casa: su primera víctima; y luego en Gris, Iván, Eric, Sebastián, y todos aquellos que tuvieron la mala suerte de conocerlo, hasta Gabriel. Algunos de ellos eran conscientes de su miseria, pero otros pocos fueron más afortunados de ignorar sus propias desgracias y él habría deseado ser uno de esos últimos.
Le da una calada larga al cigarrillo y parpadea para contraer las lágrimas, mientras contiene el humo venenoso unos segundos antes de expulsarlo de sus pulmones.
Frente a él no hay nada más que edificios oscuros, todos de cemento gris, con algunas luces encendidas a través de los miles de ventanas que puede ver a lo lejos. El cielo, lleno de relámpagos y nubes sombrías, anuncian una gran tormenta de verano, y abajo en la calle no hay un alma a pesar de ser una ciudad grande. Los truenos ronronean gravemente, expectantes, prediciendo un final trágico. La lluvia comienza a caer como una gruesa cortina, empapándolo entero y lavando sus calientes lágrimas.
La visión es triste, es monótona y apagada, pero, aun así, es lo más puro y hermoso que sus ojos han contemplado. Observa cada edificio por interminables minutos, hasta que un murmullo se abre paso por su garganta. Aion sonríe amargamente, al darse cuenta de lo que contempla. Luego un susurro de risas histéricas se convierte en una fuerte carcajada, inoportuna y dolorosa, que brota desde lo profundo de sus entrañas, haciéndole curvar la espalda. Después de varios convulsivos minutos, cuando por fin la risa muere dejando solo una lánguida sonrisa como señal de su existencia, sacude la cabeza y arroja el filtro de su cigarrillo al cemento.
«La ironía no se acaba» piensa, y antes de levantar el pie al vacío, pronuncia solo cuatro palabras:
—Ahora solo veo Gris.
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Editado: 06.09.2024