Los portales cósmicos

La gente de San Basilio

El pueblo de San Basilio, a las orillas del Golfo de México, se había convertido en un lugar próspero gracias a los turistas que visitaban el museo del castillo así como sus playas. Pero no por eso la gente perdía su sencillez provinciana, continuaba siendo un sitio de pocos pobladores, en donde todos se conocían y la gente era humilde y sencilla.

Rulfo salía de la casa de Kenneth para tirar la basura. Habían pasado poco más de seis años desde que él, junto con el grupo de magos, sembraron las semillas que repararían cada una de las dimensiones de su planeta, y, de no ser por algunas criaturas peligrosa que se veían obligados a combatir de vez en cuando, se podría decir que la paz se restauraba.

Por lo general, cuando los magos tenían niños entre ellos, no se quedaban más de dos años en un mismo lugar, para evitar que la gente cuestionara el hecho de que los niños no crecieran. Pero en esa ocasión hicieron una excepción. Tanto la sala oculta como la oficina del difunto mago Ikal estaban tan llenas de secretos que querían estar seguros de no dejar nada que, como magos, les pudiera servir.

Poco a poco en esos seis años habían encontrado algunas armas, pero, sobre todo, gran cantidad de escritos antiguos.

Año con año, Agastya y Kayah se dedicaban a borrar la memoria de los pobladores, para que todos olvidaran a los nueve niños que vivían con ellos, y los “conocieran de nuevo”.

Rulfo caminó hasta la esquina, en donde estaba don Modesto con un carrito de madera astillada y dos botes metálicos muy sucios y maltratados. Don Modesto era un indigente que sobrevivía de recoger y reciclar la basura del pueblo.

―Buen día, muchacho ―le dijo el indigente―. ¿Me separaste los desperdicios de comida?

―Como siempre, don Modesto ―dijo Rulfo alargándole dos bolsas.

Rulfo echó una moneda en una lata que colgaba del carrito. De uno de los botes salió un sucio perro pequinés. Su pelo apelmazado en rastas no permitía ver más que la nariz del animal.

―Si, “mopa” ―dijo don Modesto ―, Rulfo ha traído el almuerzo. Pero recuerda que debemos dejar un poco para los demás.

Don Modesto sacó un hueso de pollo de la bolsa para dársela al perro.

Desde su primera vida, Rulfo siempre consideró a San Basilio un pueblo lleno de gente alegre y bondadosa. Y don Modesto era caritativo entre los caritativos. Si bien de la basura podía llegar a obtener ganancias suficientes para tener una vida sencilla, él siempre vivió en pobreza por tres cosas: si llegaba a encontrar algún objeto de valor entre los desperdicios, buscaba al dueño para devolverlo; gastaba mucho de su dinero en el asilo estatal, en donde había algunos ancianos que sus familias habían dejado en el olvido; y además, lo que más buscaba recolectar eran sobrantes frescos de comida, pues él recogía de San Basilio y de los pueblos cercanos a todos los perros y gatos callejeros que encontraba, y no dejaba de alimentar a uno solo de ellos.

Por los magos supo que ese lugar era a donde ellos pasaron más tiempo desde que se convirtieron en hechiceros. Y, por alguna extraña razón, la gente de ese pueblo siempre fue pacífica y honesta. Rulfo se lo atribuía a la magia que ellos debieron dejar en ese lugar en tantos milenios de ser el que más usaban para vivir.

Cuando Rulfo regresaba, Viviana ya estaba saliendo de la casa con dos loncheras.

―Vamos ―le dijo dándole una lonchera con figuras de súper héroes―. De nuevo, el primer día de clases.

―Esto se está volviendo monótono.

―Sí, lo sé. Pero ya ves que la directora del DIF cuestionó a los adultos por mantenernos todo el día en el monasterio y, cómo aún nos vemos menores de 6 años, debemos asistir al jardín de niños.

Y en efecto, la señora María Eugenia Patiño, directora del departamento de Desarrollo Integral de la Familia se tomaba su papel muy en serio, y dado que era un municipio muy pequeño, estaba atenta a que se cumplieran a cabalidad los derechos de los niños. Era por ello por lo que, por tercer año consecutivo, ellos y el resto de sus amigos asistían a clases, siempre en preescolar.

En ese periodo estrenarían clase con la profesora Carmelita Díaz, hija de la directora del DIF y del alcalde. Tenía fama de hacer sus clases muy divertidas, y ese mismo día lo corroboraron.

Inició enseñándoles las partes exteriores del cuerpo con rompecabezas que ella misma había fabricado con madera, enseñando algunas canciones y, al final, hizo un concurso. Les pedía dibujar su animal favorito y, quien hiciera el mejor dibujo, ganaría una estrella dorada en la frente.

Los niños dejaron sus dibujos en el escritorio. La maestra Carmelita los revisó uno a uno con una sonrisa. Pero, de repente, su sonrisa se transformó en un gesto de asombro.

―¿Quién de ustedes hizo este dibujo? ―dijo dejando ver un dibujo casi perfecto de una familia de ratones escondida entre dos paredes.

―Yo. ―Un niño moreno claro de pelo lacio en corte estilo Beatle levantó la mano, tímidamente.

―¡Guau! ―exclamó la maestra―. Simplemente… ¡guau! ¿Quién te enseñó a dibujar?

―Nadie ―respondió el niño.

―Eres increíblemente hábil. Lo siento, niños, pero… ¿cuál es tu nombre?

―Jesús.

―Jesús ganó la estrella. A ver, saca la lengua. ―La maestra mojó la estrella con la saliva del niño y la pegó en su frente.

Los niños lo felicitaron. De inmediato, el chiquillo se vio rodeado por sus compañeros, quienes le pedían dibujos de sus series favoritas.

A la hora de la salida, Viviana y Rulfo se reunieron con todos los magos para ir juntos al castillo.

―¿Qué tal la clase con la profesora Carmelita? ―preguntó Juliano.

―Hace honor a su fama ―comentó Irina―. Me hubiera venido bien conocer sus clases en mis épocas como maestra. Habría copiado algunas de sus técnicas.

Los niños continuaron intercambiando anécdotas de ese primer día de clase hasta llegar al castillo, en donde comieron en una nueva cafetería que José Muñoz, nuevo director del museo, había hecho construir.




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