Los portales cósmicos

La foto de las dos eras

Algo somnoliento después de tanto trabajo, Darel terminó de preparar sus dispositivos para que pudieran emitir la energía del astra. El científico les ayudó a determinar el punto exacto en donde la energía debía entrar. Una vez que todo quedó listo, volteó a ver a Durs, asintiendo con la cabeza.

Durs se acercó llevando una gema en su mano. La colocó en el halo de energía a un lado de la computadora y, con su báculo, activó el astra.

El hechizo era invisible, pero en el monitor se dibujaba como una línea roja que viajaba por el cielo hasta entrar a la nueva rama del túnel. Conforme avanzaba, un contador que había en la esquina inferior de la pantalla, disminuía.

―¿Están muriendo? ―preguntó Durs, sosteniendo el astra.

Darel no contestó de inmediato, esperó algunos segundos. Después tecleó algunos datos en la computadora y al fin volteó a ver a los demás.

―Casi lo logramos ―les dijo ―, pero unos cuantos sobrevivieron. Están entrando en este momento por la termósfera.

―Entre sus armas ¿tienen algo que pueda atraer a esas criaturas a este pueblo? ―preguntó el profesor―. Si evitan que se dispersen, les será más fácil encontrarlas y acabar con ellas.

No terminaba de hablar, cuando Soledad se acercó a quitar el astra para meter la punta de su varita. Cerró los ojos, conjurando un hechizo en dialecto antiguo. Kayah estuvo a punto de hablar, pero se arrepintió. Sólo la observó con aprensión.

―¿Qué es lo que hizo? ―preguntó el científico.

―Una invocación ―Neruana tragó saliva con dificultad―, eso seguro los atraerá. Pero te arriesgaste mucho, porque ahora te has convertido en su centro de atención.

―¿Eso qué significa? ―preguntó Darel.

―Que si esas criaturas buscan hacer daño, su víctima favorita será Soledad.

Pero nadie cuestionó más. Era su decisión sacrificarse de ese modo con tal de tener al enemigo cerca con la finalidad de identificarlo y aniquilarlo.

Después de dormir, agradecieron al científico por su ayuda. Citlalli y Shouta le ayudaron a regresar a casa, y a borrar algunas memorias para que nadie recordara nada de su ausencia por esos días.

Shouta aprovechó para preguntarle más sobre algunas de las teorías sobre el origen del universo, pero al final, el sonriente científico le hizo saber que él, así como sus colegas, no tenían las respuestas, más bien, tenían la mayoría de las preguntas que él estaba haciendo.

―No lo entiendo, profesor ―dijo Citlalli―, usted ya es muy reconocido, incluso es famoso, ¿por qué continuar como profesor? ¿no debería dedicarse de lleno a estudiar el cosmos?

―Porque he decidido que es lo mejor ―le respondió―. Todo, desde buscar respuestas hasta hacer más preguntas es lo que me apasiona. Pero la vida es efímera, y todo el conocimiento que he obtenido no servirá de nada si no soy capaz de trasmitirlo a nuevas generaciones.

Los adolescentes agradecieron su ayuda y regresaron a San Basilio para seguir buscando entre películas de ficción y libros de ciencias alguna otra respuesta.

Ahora los magos sentían tener ventaja. Habían encontrado que podía usar astras a través del trasmisor de Darel.

Juliano hizo los cálculos pertinentes para saber cuál sería el efecto de los astras en el agujero de gusano. Por él, se enteraron de que usar astras muy poderosos podría tener efectos negativos, ya que en ese túnel el poder de la magia se aumenta y el uso de los astras más poderosos podría llevar a extinciones masivas con el riesgo de que se su energía se diseminara en la tierra.

Era final de semestre en la escuela normal de maestros, por lo que Soledad y sus amigas, elegían las nuevas materias a las que se inscribirían. Carmelita, la hija del alcalde, estaba por añadir una materia a su lista cuando sus amigas la detuvieron, como si estuviera a punto de tocar algún bicho venenoso.

―¿Qué? ―preguntó Carmelita, asustada.

―Nunca-tomes-clase-con-Celia-Galaviz ―dijo Rita, acentuando cada palabra.

―Esa mujer está mal de la cabeza ―añadió Soledad―. Se pelea con todas las estudiantes, y si se entera de que tienes novio o atraes mucho la atención de los hombres, ten por seguro que te atacará aún más.

―¿Por qué?

―La conozco de hace algunos años ―contestó Rita―. Era compañera de trabajo de mi padre en el INAH. Es exageradamente dominante y, por ende, toda su vida los hombres huyeron de ella. Pero, por lo mismo, parece odiar a todas aquellas que tengan pareja, o que atraigan la atención de los hombres. Cree que es nuestra culpa que no haya podido encontrar novio.

―¡Pero tiene cincuenta años! ―exclamó Carmelita― ¿Por qué envidiar a…?

―¿Chicas jóvenes? ―interrumpió Soledad―. Déjame ver… eh… ¡Todo!

―Mi papá la recomendó en este colegio por lástima ―dijo Rita, suspirando―. En el INAH se metió con el marido de su jefa, y la corrió. El problema es que con lo problemática que es, no dura en ningún trabajo.

―¡Uy! Creo que la invocamos ―dijo Soledad señalando a la profesora por el pasillo―. Yo mejor me voy. Últimamente me ha agarrado más odio que a cualquiera.

Soledad se alejó por el pasillo, caminando lentamente. La profesora Celia era una mujer morena, de ojos rasgados y cabello negro, algo rizado. No era una belleza, pero tampoco podría decirse que era fea. Además de que se veía mucho más joven de lo que era en realidad. Sin embargo, ese gesto tranquilo que tenía se convirtió en un rictus de enojo en cuanto vio a soledad. Se acercó a grandes trancos hacia ella, y con ambas manos sostuvo fuertemente su cadera, tanto, que el golpe resonó en el pasillo. Soledad respingó, asustada.

―¡No muevas tanto la cadera! ―Celia la hizo detener.

―Pero… ―Soledad estaba confundida tanto por el susto que le dio, como por el dolor del golpe.

―¡Pareces una cualquiera! Una mujer con tanta cadera como tú debería moverse más discreta.

―Es mi forma de caminar. ―Soledad se hizo hacia atrás, enfadada―. Le voy a pedir que nunca vuelva a tocarme o meteré una queja a la dirección.




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