En el pueblo, Rita, Soledad y la maestra Carmelita llegaban clases, hablando de la drástica decisión que la gente de la SEP había tomado junto con el gobierno estatal.
―Mi madre considera que, al menos un treinta por ciento de los maestros del pueblo, quedarán sin trabajo ―decía la profesora ―, yo de entrada tendría que elegir entre el trabajo y la escuela. Ahora que será de tiempo completo, no tendré tiempo para ambas.
―Es increíble ―comentó Rita―. Y de la noche a la mañana.
―Es gente extremadamente soberbia. Nos trataron como si fuéramos… no sé… cavernícolas.
―¿Incluso a ti? ―preguntó Soledad, asombrada.
―No les importa que mi padre sea el presidente municipal. De hecho, a mi propio padre lo tratan como un idiota, sólo porque no quiere aceptar sobornos de ningún tipo.
―¿Ahora a la honestidad se le llama idiotez? ―Soledad estaba indignada.
―Y hablando de gente honesta ―dijo Rita con sarcasmo al ver a la profesora Celia, sonriente, coqueteando con un hombre fornido de ojos claros.
―¿Le está coqueteando al profesor Esteban? ―Carmelita negó con la cabeza―. Es al menos diez años menor que ella y, además, es casado.
―¿Crees que diez años de diferencia la detienen? ―Soledad bufó, riendo―. En el castillo conocí a Betty, una chica que da soporte a nuestras computadoras. Su novio va por ella todos los días, pero mientras la espera, se besuquea descaradamente con Celia. Y este muchacho es al menos 25 años menor que ella.
―¿Beatriz “la caracol”? ―Carmelita respingó―. ¿El novio de Beatriz Salcido la engaña con Celia?
―¿La conoces?
―Es amiga mía desde la primaria. ―Carmelita frotó su rostro con frustración―. Es muy linda persona, pero es demasiado tímida e insegura, por eso le dicen “caracol”, es la timidez andando. Ese tipo, Josué, vino a trabajar a uno de los hoteles hace un año, se hicieron novios, pero honestamente…
―¿Qué? ―preguntaron las otras.
―Es un casanova. No hay mujer a la que no intente conquistar y le encanta hacer sentir celos a Betty, se la pasa presumiéndole sus supuestas conquistas. La verdad es que yo lo detesto.
―Ya ni me digan ―Soledad se agachó, deprimida―. A veces siento que la humanidad se vuelve más perversa con el tiempo.
Soledad caminó hacia una de las aulas de clases. Al pasar a un lado de Celia, el profesor Esteban la miró discretamente. Celia se llenó de furia de inmediato, y dejando a Esteban con la palabra en la boca, fue tras Soledad.
―¿Así es como vienes vestida a clase? ―chilló.
―¿Así…? ¿Cómo exactamente?
―Con pantaloncillos cortos, y contoneando esa caderota como si fuera un trofeo.
―Maestra ―Soledad inhaló con fuerza para calmarse―, estamos en la costa, a 32 grados. Hasta las ancianas usan pantalones cortos.
―¿Me estás llamando anciana? ―gruñó Celia.
―¿Qué? ¿Cuándo mencioné…? Sabe qué, ya me harté. No es mi culpa que mi cadera sea torneada, así nací. Créame, no es para molestarla. Y sí cree que necesitas más cadera, busque un cirujano.
Los ojos de Celia se enrojecieron. Con voz cortada, entró a dar clase, en donde se la escuchó gritar a sus alumnos. Desde lejos, una sonriente Rita levantaba el pulgar, mirando a Soledad.
Las clases terminaron, Rita y Soledad aprovecharon para hacer algo de ejercicio en el gimnasio. Se ducharon y salieron, platicando. La sonrisa de Rita se borró al ver a su marido en la entrada del gimnasio, incómodo, volteando hacia la puerta mientras Celia hablaba con él, sonriendo, sólo con su ropa interior, cambiándose de ropa frente a él.
―Eh… ¿qué no sabe que aquí hay vestidores? ―dijo Soledad, tratando de suavizar la incomodidad del momento.
―Sí, pero cuando hay hombres cerca, ella siempre se cambia de ropa fuera de los vestidores. ―Rita se enrojecía de enojo.
―Ella sabe que es tu marido, ¿o no? ―Carmelita observaba a Rita enfadarse cada vez más.
―¡No tiene ni idea de con quién se mete! ―Rita caminó a grandes trancos hacia ellos.
―¡Rita! ―Isaac estaba nervioso.
―Maestra, ¿sabe que hay vestidores al fondo del gimnasio?
―¡Vaya, Rita! ―Celia bufó―. No sabía que fueras tan celosa. ¿Ahora le pondrá cadenas o…?
―¿Cómo ves, amor? ¿Se te antoja ver la falta de curvas de una pobre cincuentona desesperada? ¿o mejor nos vamos a casa y te muestro curvas de verdad?
―Mejor nos vamos ―respondió él, de inmediato.
―Creo que cuando papá se entere de esto ―Rita volteó a ver a la profesora ―, no le quedarán ganas de recomendarla de nuevo.
Isaac tomó el bolso de su mujer y, llevándola de la mano, salió sin despedirse. Soledad hacía grandes esfuerzos por contener la risa. Celia estaba parada, semidesnuda en la puerta, observando incrédula a la pareja que se retiraba. Pero Soledad bufó al intentar contener la carcajada y Celia volteó a verla con una mirada inquisidora.
―No me mire así, maestra ―Soledad encogió los hombros―. A Isaac le gustan las mujeres con forma de mujer. Yo no puedo hacer nada al respecto.
La boca de Celia se abría y se cerraba, como intentando decir algo.
Soledad se encaminó rápidamente hacia la administración, antes de que a Celia se le ocurriera qué decir. En las oficinas, entregó documentos que le hacían falta para su expediente y salió hacia la explanada principal.
Encontró a Celia hecha un mar de lágrimas en los brazos de Esteban. El maestro la tomó de la barbilla la besó en los labios.
Soledad frunció los labios. Sin importar lo que hiciera, sólo Celia sabía cómo era sobrellevar el hecho de estar sola. Recordó su primera vida, obligada a casarse con un pescador, sin saber lo que era sentirse amada, y era un hielo que provocaba dolor. Agradecía que, en esa vida como hechicera, un par de siglos antes supo lo que era el amor, al tener un muy breve idilio con un jovencito veracruzano. De algún modo, los magos sólo sienten ese enamoramiento por breves momentos en su adolescencia y después lo conservan como un bello recuerdo de esa segunda juventud.