Los portales cósmicos

El casanova

Jesús, escuchando esas voces en su cabeza, comenzó a buscar el aparato del que tanto le insistían.

―Abajo del castillo… ―el niño volteaba de un lado a otro―, se debe entrar por la base…. No, por la explanada. Hay una pirámide…

Jesús apretaba los ojos, se golpeteaba la frente y pedía a los demás no hacer ruido para poder concentrarse.

Mientras todos estaban atentos a él, Baba Yagá tomó el báculo de Durs de un escritorio y lo acercó a la fuente de energía. De entre sus ropas sacó un polvo que sopló hacia el báculo y este fue disparado por el aire hacia el túnel.

Neruana fue el primero darse cuenta, pero ya era tarde. El hechizo de la bruja había salido por el trasmisor, dirigiéndose hacia el cielo.

―¿Qué hiciste? ―reclamó Neruana apuntando con su varita.

―Ganar tiempo ―dijo, simplemente.

―A mí no me engañas, tú no puedes usar magia blanca. ―Durs le arrebató el báculo.

―Eso ya lo sé. ¿Y? Usé magia negra contra seres oscuros. ¿Por qué les preocupa tanto?

―¿Qué fue lo que hiciste? ―insistió Neruana.

―Una maldición de mala suerte. Les frustrará cualquier meta o plan que tengan. Por desgracia en seres mágicos no puedo lanzar esta maldición de forma permanente, pero durará al menos unos tres meses.

―¿Quieres decir que si esos seres lo que quieren es llegar a la tierra, tarde o temprano lo lograrán?

―¡Por todos los cielos! ―reclamó Baba Yagá―. Prometí ayudarlos, ¿o no? Sólo recuerden, cuando encuentre a Ziusudra, nadie evitará que lo envíe a un inframundo.

―Así que eso es lo que pretendes ―dijo Neruana―. Sabes que es un mago inmortal, así que lo mandarás a un inframundo.

―Eso no puedo revelarlo, porque quizá Ziusudra esté aquí mismo, entre nosotros y, obvio, no quiero que sepa lo que ya tengo planeado desde hace siglos.

Baba Yagá regresó por cuenta propia a la Mazmorra, en donde se dedicó a descansar.

Continuaron con su rutina de los últimos meses, haciendo su vida en San Basilio, monitoreando y deteniendo cualquier tipo de criatura que quisiera cruzar por algún portal y, sobre todo, buscando a esos evasivos seres que tenían invadido a Horlwin.

Pasaron tres días, y Jesús aún no podía tener la información completa de dónde encontrar ese aparato.

Atziri desayunaba en una fonda cercana al palacio municipal, cuando vio al alcalde llegar, con un semblante deprimido.

―¿Por qué esa cara, licenciado? ―le preguntó la encargada.

―Esos necios de la SEP ―el alcalde suspiró―. Me tienen harto. No quiero tener tantos profesores mal pagados y desempleados en San Basilio.

Atziri frunció los labios mientras meneaba su café. Era inverosímil. La misma gente de san Basilio había ofrecido apoyos para mantener al menos a los profesores actuales, pero los directivos de la SEP simplemente estaban aferrados a que todo debía apegarse a las nuevas reformas.

Pensaba en ello cuando un hombre joven muy moreno, sin mayor atractivo que unos ojos negros muy grandes, se sentó en su misma mesa.

―Perdona el atrevimiento ―comentó―. Mi nombre es Josué y llevo poco viviendo en san Basilio. Todos los jueves te veo almorzar aquí y me preguntaba…

―Sí, te reconozco ―Atziri lo interrumpió―, tu novia trabaja en la empresa que da soporte técnico al equipo del museo.

―Ah sí, pero ya es como si no fuéramos novios, ¿sabes? Ella siempre está de malas, y…

―Déjame adivinar, ya ni deja que la toques, ¿cierto?

Atziri esbozó una sonrisa amarga. Desde niña, ella había sido considerada una de las mujeres más hermosas de su ciudad, tanto que muchos hombres adinerados habían ofrecido fuertes dotes a sus padres para que la entregaran en matrimonio. Tenía 13 años cuando conoció al príncipe K’an, el segundo hijo del emperador. Era un joven 12 años mayor, ya casado y con hijos, y aunque se acostumbraba que los príncipes pudieran tener concubinas, el padre de Atziri estaba más interesado en que su hija fuera la esposa de uno de los sacerdotes de la ciudad que en el segundo en sucesión al trono.

Pero K’an no se dio por vencido fácilmente, convenció a Atziri con mentiras, mentiras que justo comenzaron con esa frase: “mi mujer ya no deja ni que la toque”. Enamoró a Atziri con esas promesas falsas y la convirtió al fin en su concubina, haciéndole creer que ella sería la única dueña de su corazón. Pero pronto se dio cuenta de que la esposa principal volvió a embarazarse, lo cual desmentía al príncipe. Y no sólo eso, con el pasar de los años, K’an iba de una mujer a otra, añadiendo más y más a su harem hasta tener a Atziri sólo como un objeto de uso personal con el cual jugaba de vez en cuando para volverla a dejar abandonada hasta por años.

Atziri no pudo tener hijos por problemas en su matriz, así que a los 30 decidió escapar, se fue a un pueblo en la costa este y ahí trabajó como curandera por el resto de su vida hasta que los magos la eligieron para ser parte de su élite.

Y en tantos siglos de vida fue testigo una y otra vez de hombres que, como Josué, recurrían a las mentiras y a la lástima para obtener amantes, vio el daño que estos dejaban a su paso y los detestaba en verdad.

―En efecto ―comentó Josué―¸ no deja que la toque…

―Sí, y no tardas en decirme: “por ti sería capaz de dejarla” ―interrumpió Atziri―. Todos los que son como tú siempre dicen lo mismo. Además ―Atziri tomó un sorbo de café ―, conozco a Celia. Creo que sabes lo que eso significa.

―¿Celia? ―Josué se hizo hacia atrás, titubeante―. Ella es mi tía, no sé a qué te refieres.

―Me refiero a que es difícil creer la historia que me acabas de contar cuando es evidente que tu novia no es capaz de hablar con otros chicos por respeto… o más bien, por su terrible timidez ―Atziri se levantó ―, mientras tú te besuqueas con una mujer del doble de tu edad, engañas a tu mujer diciéndole que es tu tía, y, aún con todo eso, evidentemente quieres conquistarme.

Atziri tomó su taza de café y se fue a otra mesa. Pero Josué no se daba por vencido. La siguió hasta allá, aumentando sus mentiras, diciendo que muchas mujeres lo persiguen y que, aunque él no tiene interés, los celos de su novia ya lo tienen harto y estresado, pues en su versión bizarra de los hechos, para Josué, Betty era una manipuladora que lo maltrataba sicológicamente. Cuando Atziri notó que él no quitaría el dedo del renglón, simplemente se apresuró a comer los huevos rancheros que recién le habían servido, para no tener que escucharlo más.




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